L PAN NUESTRO DE CADA DÍA
Variada, movida, a menudo infructuosa, fue la batalla que debieron librar desde muy temprano las autoridades de Montevideo para poner en vereda a los fabricantes de pan. Uno de los paladines de esta lucha que se haría secular, fue don Miguel Antonio Vilardebó, prestigioso vecino, acaudalado industrial de origen catalán, padre del célebre médico Dr. Teodoro Vilardebó. En 1804, cuando era Gobernador de esta Plaza don Pascual Ruiz Huidobro, fu electo cabildante don Miguel Vilardebó. Y poco después, por su iniciativa, el Cabildo ordenó el estudio de abastecimiento de pan a la ciudad, con vistas a asegurar su preparación en condiciones higiénicas adecuadas, y a impedir abusos en los precios. El propio Vilardebó denunció excesos incalificables de los panaderos de la época, lo que motivó la clausura de una de las panaderías más prestigiosas, la de Zamora, por haber hecho caso omiso de reiteradas multas y sanciones que le fueran aplicadas. El Cabildo recibió poco después a una delegación de panaderos, que prometió elaborar setecientos noventa kilos de pan diarios. Pero por cierto que no cumplió lo convenido, y así fue cómo el Cabildo, poco después, adoptó una medida drástica contra todos los panaderos. A uno por uno le fue comunicado por el Alcalde doctor Rebuelta, y en presencia del propio Vilardebó, el siguiente auto:
“El día 9 de mayo acordó Ud. con el ayuntamiento de la Ciudad producir diariamente en ella tantos pesos de pan, sobre dos más o menos, y lejos de cumplir ese convenio, se ha podido observar que ni la mitad entra. En tal virtud, se ha acordado con esta fecha se expida esta orden y se la entregue a Ud. , por Escribano , previniéndole que si Ud. no introduce el pan prometido diariamente en ella, perderá todo el pan y se venderá por cuenta de la Ciudad la primera vez ; la segunda vez se la hará perder el pan y se le aplicará una multa de 50 pesos; y la tercera vez lo mismo y además una prisión de 15 días…”
De poco valió esta rigidez. Los panaderos siguieron resistiéndose a las medidas, las burlaban y trasgredían con mil subterfugios. Entonces , ya en agosto del mismo año, Vilardebó le propuso al Cabildo crear una Albóndiga, es decir un Granero Oficial, donde se depositarían los cereales adquiridos por el Cabildo para ser luego vendidos a un precio razonable, evitándose así los abusos y la especulación. Se buscaba impedir de este modo “el perjuicio y escasez que casi anualmente sufre el público con el abasto de pan, sujeto todo al vecindario a la avara y codiciosa mano de ocho o diez panaderos que obtienen una desmedida y exorbitante ganancia por las intrigas y monopolios, alterando los precios y disminuyendo las fracciones, cuyo procedimiento no es fácil averiguar por más que uno se empeñe y se han empeñado siempre las autoridades…”
VER MONTEVIDEO DESPUES DE VER PARÍS
Ya se sabe que para muchos resulta una experiencia algo traumática reencontrarse con su suelo natal después de haber recorrido los miríficos parajes europeos que siempre han hipnotizado a nuestras gentes. ¿Qué ocurre en el ánimo del que regresa? Y sobre todo, ¿cómo se le aparece de nuevo la ciudad? Hubo alguien que se preocupó de analizar sus reacciones cuando regresó a Montevideo, y tomó nota de sus vivencias mientras iba reencontrando nuestras cosas. Fue el poeta don Juan Zorrilla de San Martín. Su testimonio, aparte de importarnos por venir de quien viene, tiene también el interés adicional de proporcionarnos una imagen de nuestro Montevideo allá por la década del 90. Zorrilla había viajado a Europa en 1887, y a su retorno, no bien pisa nuestro puerto, se propone observar los sentimientos allá por la década del 90. Zorrilla había viajado a Europa en 1887, y a su retorno, no bien pisa nuestro puerto, se propone observar los sentimientos que le despierta el reencuentro. “Quiero mirar a mi Montevideo antes de que este yo transitorio que acaba de regresar al país, desaparezca sustituido por el yo permanente que ya siento salir del fondo de mi ser, al contacto del medio ambiente en que nació y para el que fue formado”. Comienza entonces a transitar, conmovido, por las calles de la Ciudad Vieja:” … la de 25 de Mayo, la de Sarandí, la Plaza de la Constitución, la Avenida 18 de Julio, que viene llena de luz desde lo alto de la colina y parece derramarse en la Plaza de la Independencia. No hay la menor duda: esto es hermoso, de lo más hermoso, aún para quien viene de París (sin hacer parangones desatinados, por supuesto)” Y aquí agrega una observación que quizás no esperáramos: “Pero hay algo mucho más curioso: esto es original, lleno de carácter. Esta ciudad no se parece a ninguna otra. Me parece una ciudad núbil, pero muy fuerte, de una franqueza y una ingenuidad encantadora. Tanto me lo habían dicho, que yo había llegado a creer que , viniendo de Europa, Montevideo aparece chato, de construcciones muy bajas. Mi impresión ha sido la contraria. Los edificios de dos o tres pisos, siempre graciosos y de correcto estilo, aparecen esbeltos, porque cada uno de ellos tiene entidad y proporciones propias, y se ofrece lleno de aire, de luz y de relieve”. Más adelante, Zorrilla nos alude a nosotros, a los que habitamos hoy esta ciudad: “Quisiera ver lo que verán los que vivan cuando Montevideo tenga un millón de habitantes. Mi ciudad natal me parece como un boceto genial de un gran pintor. Quisiera verlo ya acabado, pero tengo temor de que, acabado, se debilite su vigor y frescura. Casi que el arte no puede dar y que constituye la belleza de Montevideo: su sol, su luz, sus horizontes. No nos dejemos dominar por el prestigio de las ciudades europeas. Defendamos el carácter de lo nuestro. No hagamos como los niños, que anhelan ponerse gafas”. Y concluye su indagación con este vaticinio melancólico, descreído (¿certero?) : “No se nos hará el gusto, bien lo sé. Nuestra ciudad está demasiado al paso, en el camino de todo el mundo, para que pueda ponérsela a salvo del aluvión que arrastrará todo esto tan amable para nosotros y sustituirá a nuestra linda capital por otra muy grande, de ésas que se compran con dinero, y que satisfacen vanidades colectivas a expensas del carácter, que es lo que constituye la verdadera belleza”…
LUCIFER ENTRE LAS BEATAS (Parte I)
Un día de mil ochocientos y poco, se anuncia en Montevideo la llegada de unos misioneros franciscanos que venían de España. Tenían fama de predicadores extraordinarios, cuyas voces tonantes y ademanes flamígeros embobaban a cuantos feligreses se les pusieran a tiro.
Desde varios días antes de su llegada, se convirtieron en el comentario general del vecindario montevideano. Fue tal la expectativa, de nuestros franciscanos, aún antes de que arribaran sus huéspedes, ya habían decidido que la iglesia de San Francisco resultaba demasiado reducida para la multitud de fieles que iba a reunirse, y que más valía que los oficios tuvieran lugar en el atrio; que por lo demás ofrecía la ventaja adicional de que, frente al templo, se extendía una vasta plazuela con capacidad para un número incomparablemente mayor de feligreses, tanto que podría albergar también a los que se vendrían de a caballo desde lugares tan remotísimos como Peñarol, el Pantanoso, Las Piedras y otros pagos de extramuros…Arriban por fin a este puerto los predicadores famosos, y se alojan en el Convento de San Francisco, contiguo a la iglesia de ese nombre, en la manzana formada por las calles de San Francisco, San Benito, San Miguel y San Luis (actuales Zabala, Colón, Piedras y Cerrito). Se improvisa de apuro un púlpito en el atrio, y de ese modo todo queda en forma para la esperada ocasión. Llegado el día, una multitud ansiosa se congrega, efectivamente, en la plazoleta frente a la iglesia; y tal cual supuso, también llegaron ríos de paisanos a caballo desde los alrededores. Todos se acomodaron como mejor pudieron, humanos y cabalgaduras. A la hora prefijada, no cabía un alfiler en la placita. Por fin, uno de aquellos franciscanos célebres aparece. Silencio sepulcral en la concurrencia. El orador se adelanta en el atrio, sube solemnemente al púlpito improvisado, contempla durante un buen rato a la multitud sobrecogida, y de pronto se lanza a perorar. Todo lo anticipado por la fama resultó pobre pintura comparado con la realidad de aquella voz, aquellos acentos, aquellos tonos, aquellas gesticulaciones.
Sin duda era un predicador de raza, de alta escuela. Cuando quisieron acordar, los vecinos montevideanos y de los aledaños, ya estaban totalmente atrapados por aquel piquito de oro, junto al cual nada tenía que hacer, ciertamente, el módico párroco montevideano que domingo a domingo les propinaba algún sermón desabrido y rústico.
LUCIFER ENTRE LAS BEATAS (Ultima Parte)
…y en ésas remontó vuelo el predicador, embarcándose en una tocante disquisición sobre los males de este mundo y los bienes que nos promete el venidero. Su voz se cargó de acentos tétricos cuando entró a describir con espeluznantes tintes los tormentos que en los infiernos aguardan a los que no viven en concordia con el Señor. La voz del cura se volvió airada y terrible cuando proclamó que el mundo, creeedme, está perdido a causa de vuestros pecados, y que entre vosotros, los que escuchais en este mismo momento mis palabras, ¡cuántos hay que habéis perdido la gracia de Dios, atrapados ya por buscaros, y os arrastrará hacia las profundidades del Averno, de donde nunca más saldréis y donde seréis cocinados en un océano de aceite hirviendo por toda la Eternidad! Estaba en este punto terrorífico de su pintura , cuando quiso la casualidad que uno de los caballos, arrimado a un improvisado palenque, se agitara un poco, pegara un resoplido, rascara un par de veces la tierra con su casco. Otros pingos cercanos también se removieron algo, de modo que se produjo un pequeño revuelo caballar. Eso solo bastó. Una viejita próxima, al percibir ese revoloteo en el momento preciso en que el predicador hablaba de que “Satán ya está aquí, entre vosotros” , pegó un grito penetrante y agudo: “¡Ahí llegó el Diablo! ¡Ave María Purísima, estamos perdidos!” Pero atrás del chillido de la primera beata, siguió el de otra cercana, y una tercera más allá, y otra en aquel otro lado, y al ratito toda la concurrencia se vio contagiada en aquel otro lado, y al ratito toda la concurrencia se vio contagiada de un terror histérico que el pobre predicador, ¡ ni siquiera él! , era ya capaz de gobernar. El pavor se adueñó de la concurrencia, vino el desbande, cundió el pánico, todos se atropellaron, la polvareda fue infernal. La verdad es que no sólo las beatas se aterrorizaron : también muchos varones, jinetes y de a pie. Cómo habrá sido el susto – y la elocuencia del sermonero – que, hasta muchos días después, los que asistieron a la predicación juraban y re juraban que sí, claro había aparecido Lucifer en persona, y que hasta se olía clarito el azufre hirviendo, y que la cara era peluda, no señor, peluda no, pero en cambio tenía cuernos, dos cuernitos aquí, y yo le vi una cola larga que…
CINCUENTA RELOJES EN UNO SOLO
Se exhibió en lo de Maveroff, un comercio céntrico, y fue el comentario de los montevideanos novecentistas. Adentro de una pequeña vitrina, se veía una esfera de reloj rodeada de cuarenta y nueve esperas más pequeñas. El reloj central marcaba la hora de Montevideo; los otros cuarenta y nueve, la de otras tantas ciudades de América y Europa. Cada una de las cincuenta esferas tenía forma de estrella, y el conjunto mostraba también una artística disposición estrellada. Lo que asombraba más es que el mecanismo que movía a los cincuenta relojes era uno solo, pero regulado de tal forma que todos funcionaban merced al ajuste perfecto de multitud de reducidos engranajes. Encima de cada una de las esferas, se leía el nombre de la ciudad correspondiente. El autor de este juguete mecánico que tanto dio que hablar, fue un paciente ingeniero español radicado entre nosotros, de nombre Alejandro Luna. Por cierto que esta obra “de arte e ingeniería” – como la llamaron, boquiabiertos, los cronistas de la época – se encontraba en venta. Cualquier montevideano podía llevársela a su casa, con sólo pagar la friolera de dos mil pesos, cantidad que no dejaba de impactar a los novecentistas habituados a abonar veinte pesos por un traje de gran gala, según vimos en otro apartado.
Sin embargo, el autor de este prodigio mecánico no debía estar convencido de que alguien le compraría su creación, pues ya se sabía que estaba en tratos formales con el Club Español, dispuesto a entregarle el artefacto apenas si por la mitad del precio. No faltaron opiniones de entendidos, publicadas en la prensa, que pusieron por las nubes el trabajo del español. Se admiraban sobre todo de la sencillez de la maquinaria para un efecto tan complicado, ya que era la esfera central la que hacía marchar a los cuarenta y nueve relojes de una manera diferente cada uno. Pero sólo quien no conociera a Luna podía asombrarse de su ingenio, pues por esos mismos días el hombre estaba a punto de dar a conocer otra máquina de su invención, capaz de poner en movimiento un motor mediante la fuerza de las olas, y alcanzar dos caballos de fuerza sin más impulso que el flujo y reflujo de las mareas…
Cuando la semana de turismo no era Semana de Turismo
Es bueno saber que antes de que se intaurara oficialmente la Semana de Turismo, este paréntesis anual de “sano esparcimiento” existía ya de hecho y sin bautizar ; en coincidencia, como hoy, con la Semana Santa. Es que las costumbres impías de muchos montevideanos no creyentes , habían convertido a estos días de unción religiosa en una ocasión dichosamente aprovechada para salir a disfrutar de aventuras campestres de variada laya. Mientras la mitad de Montevideo se recluía con aflicción en las iglesias y recorría sus ámbitos decorados luctuosamente, la otra mitad, la desaprensiva mitad de descreídos, ateos, masones, herejes, agnósticos, ácratas o simplemente aprovechados, partía muy frescamente a sus pic-nics sin mayores remordimientos de conciencia, aunque despertando, eso sí, las iracundias de los buenos católicos. “La gente devota – clama un diario de fines de siglo, disgustado – está en su casa o en las iglesias, y las iglesias están acongojadas y mustias. Se reza en voz baja suspirantes plegarias, como si se temiera turbar el gran dolor mudo de Aquél que vino al mundo para morir por su redención. En la semioscuridad de las grandes naves llenas de fieles, hay susurros suaves de plegarias, y allá en el fondo negro, el gran Cristo extiende sus brazos cárdenos.” Etcétera. Pero ahora llega el escándalo: “Y mientras duran las congojas de la iglesia, los indiferentes se van al campo a cazar, a destruir todo lo que hallan a su paso. Son las excursiones bullangueras de Semana Santa, en que los placeres de Heliogábalo – comida y bebida – constituyen lo principal.” Ya se ve cómo estaban en auge por entonces, sin oficialización alguna, los mismos safaris que hoy dan colorido a nuestras Semanas de Turismo. No fue, pues, ninguna invención diabólica de gobernantes ateos para molestar a la masa católica: existía de facto, ya venía de antes, arraigada y con larga tradición en nuestros hábitos ciudadanos.
Tan es así, que nuestra ciudad, por aquellos días, se enfundaba en el mismo aire despoblado y tristón que después asumiría puntualmente en cada Semana de Turismo oficial. Cuenta el mismo cronista: “La ciudad está muerta. La Plaza Independencia, tan animada siempre, está ahora desierta. Sólo algún vendedor ambulante de chucherías para los muchachos suele detenerse con desgano, exhibiendo su mercancía ante el escaso público que cruza las anchas calles sin detenerse. Por los alrededores de la ciudad se nota la misma calma, la misma quietud. El muelle de pescadores, sitio de bullangas, parece un cementerio. Tres o cuatro sujetos sentados en la vereda remiendan sus redes, charlando en voz baja…”
UN FERROCARRIL A LA UNIÓN, OTRO A LA AGUADA
Con estos dos trayectos que hoy se recorren en pocos minutos de ómnibus, se inauguró la prehistoria de los ferrocarriles en el Uruguay. Si bien no pasaron de proyectos en el papel, habían sido aprobados por el Poder Ejecutivo, pero luego fueron a encallar en las Cámaras. Estamos en 1860. Años arduos y plagados de dificultades para un país que no acababa de cicatrizar sus heridas de la prolongada Guerra Grande. Mientras corrían ya ferrocarriles por las pampas argentinas y los valles chilenos, las tierras diezmadas y calamitosas de nuestra República sólo conocían el paso de las consabidas carretas y diligencias, condenadas a traquetear por pésimos caminos. Es entonces cuando un súbdito británico, afincado entre nosotros desde hacía treinta años, elabora un primer proyecto para instalar ferrocarriles en nuestro territorio. Según el plan de Míster John Halton Biuggeln, la línea férrea se tendería entre la Plaza Artola y la villa de la Unión. El fundamento económico de este proyecto era, por cierto, atendible: procuraba evitar que las carretas que venían de la Campaña transportando mercaderías y frutos, tuvieran que penetrar hasta casi la propia Capital, ya que quedaban en la Plaza Artola, punto terminal de sus periplos inacabables. De acuerdo con el proyecto del inglés, en cambio, esa terminal se emplazaría ahora en la Unión, y desde allí las mercaderías se transportarían hasta Montevideo por tren. El proyecto de Mr. Biuggeln fue estudiado por una Comisión del Poder Ejecutivo que aconsejó su aprobación. El Ejecutivo lo hizo suyo y lo envió al Parlamento, pero las dos Cámaras opusieron tantas objeciones, que el mismo proponente prefirió retirar su iniciativa. Por los mismos días apareció un segundo proyecto, pero éste de un francés, Eugenio Pennat. Se parecía mucho al del británico y esgrimía fundamentos muy semejantes; pero en vez de fijar la terminal de la vía férrea en la Unión, Monsieur Pennat había optado por la Aguada y el Paso del Molino, lugares donde se establecería el punto de concentración de la enormes carretas con sus cargas y sus bueyes, librando de éstas a nuestra ciudad. Pero el proyecto del francés corrió la misma suerte. Los dos fracasaron en las Cámaras por la misma razón: ambos pedían una garantía del Estado sobre el capital a invertirse; el inglés exigía un diez por ciento, el francés un ocho. Pero las dos ramas del Poder Legislativo entendieron que la situación penosa del país, ya demasiado empeñado, no le permitía afrontar un compromiso semejante. Tendrían que transcurrir seis años más, y alcanzar la República un cierto desenvolvimiento y algún desahogo económico, para que entonces sí pudiéramos inaugurar nuestra primera línea férrea, pero ésta ya lanzada hacia el corazón de la Campaña, no meramente a los aledaños de la Capital. El proyecto fue de un empresario compatriota, Senán M. Rodríguez, y nuestro primer ferrocarril – ingleses mediante – corrió desde Montevideo al Durazno, con escala en Canelones y en Florida.
“El Embutido de triste memoria
Los cronistas y memoriosos del Barrio Palermo han recogido relatos y mentas de la que fue una lamentable agrupación carnavalesca de fines del siglo pasado, que llevaba ese nombre tan poco feliz como sus procederes. Es bien sabido que las comparsas de entonces, por rivalidades más o menos comprensibles, solían enfrentarse en batallas y trifulcas callejeras, algunas de las cuales fueron memorables. Pero eran encuentros ocasionales, alimentados por celos artísticos y entusiasmos competitivos, cuando no por enemistades de barrio, de cabecillas o de meros componentes. El caso de “El Embutido” era muy otro. Esta comparsa había hecho de la provocación, del desafío soez y bajo, su “modus operandi” habitual. Salía a la calle con ese objetivo. Iba a la guerra. A su paso dejaba en el vecindario una estela atroz de devastaciones, atentados, agresiones a cualquiera que tuviera la mala suerte de cruzarse en su camino. Cuentan que cuando “El Embutido” arrancaba en formación, e iniciaba su recorrida temible, todas las puertas y ventanas del Barrio Palermo se cerraban aun, en previsión del destrozo que de lo contrario les infligiría aquella patota gigantesca ; que no otra cosa era, bajo su mentido e inepto disfraz de agrupación carnavalesca. Parece que la componían cientos de personas. Algunos llegan a hablar – quizás con un dato desmesurado por el terror – hasta de quinientos componentes. Casi todos muchachones, claro está, de entre 15 y 20 año, sin freno ni ley. Y era más que sintomático que todos los integrantes de la “agrupación” salieran desde un principio armados: cachiporras, hondas, piedras, lanzas, martillos, barretas de hierro, instrumentos cortantes. No obstante, como decían ser una comparsa carnavalesca, llevaban tamboriles y unas especies de matracas, con las cuales – sumándolas a los alaridos que proferían – armaban un barullo ensordecedor y muy característico, que desde lejos anunciaba ominosamente el avance de aquel ejército. Como horda que era, no exigía de sus componentes una vestimenta determinada: cada cual llevaba la suya, particular. En todo caso, se pintaban la cara con negro de humo u otros colorantes, y algunos cubrían su cara con careta o antifaz, para redoblar la impunidad de sus actos. Al frente llevaban estandartes, pintados desprolijamente sobre arpilleras ordinarias y sujetos en un asta rematada en filosa punta de hierro, que no alcanzaba a disimular su verdadera función: volverse una peligrosa lanza a la hora del malón. Las hazañas de “El Embutido” ensombrecieron las crónicas carnavalescas de fines de siglo. Hay quien asegura que a su paso quedaron heridos graves y hasta muertos. Por fin, la autoridad se decidió a ponerle freno: se dictó una disposición prohibiendo terminantemente el uso de armas en las agrupaciones carnavalescas; y se estableció una estrecha vigilancia sobre los componentes y acciones de “El Embutido”. Estas medidas, exigidas por un barrio que reaccionaba cada vez con mayor indignación frente a las atrocidades de la malhadada comparsa, surtieron efecto: aquel grupo de tan triste ejecutoria fue desapareciendo, falto ya de su razón de ser, hasta que por fin se extinguió, dejando sólo el aterrado recuerdo de sus malones.
Mr. Taff y sus bellas fusileras
Que el montevideano siempre fue afecto a la timba, es cosa aceptada por todos los tratadistas. Que se practicaron en nuestra ciudad las modalidades inverosímiles de juegos de azar, es también por demás conocido. Pero sin duda la más original de todas las timbas que hicieron furor aquí, fue la que introdujo un curioso personaje que apareció por estas playas en los alrededores del Novecientos. Antiguo bajo de ópera, doctor en farmacia, jubilado de no sé qué, entendido en la Biblia, inglés en fin, y nominado Mr. Taff.
La crónica del 900 describe al pintoresco ejemplar como un caballero algo entrado en años, de menuda barbita recortada en forma de V, y al que siempre se lo veía enfundado en diminuto jaquet, con un cuello de noventa y nueve centímetros, ni uno más ni uno menos. Llegado a Montevideo, el “entendido en Biblias” prefirió ponerse a empresario de una peregrina explotación : “importó” (así dice la crónica) a varias muchachas muy agraciadas, venidas no se aclara de dónde. Debe desecharse cualquier mal pensamiento, por inevitable que parezca, pues el propósito del honrado Mr. Taff estaba mucho más cerca de la Biblia que de cualquier modalidad de proxenetismo o afines. El hombre, muy sanamente, les enseñó a las chicas a tirar con carabina o fusil, y organizó exhibiciones de tiro femenino en el gran salón que poseía la Cervecería “La Paz”. Con buen olfato publicitario, le buscó a cada bella un epíteto apropiado para acompañar su nombre en los anuncios. Así, el equipo de féminas estaba compuesto por Josefina la seria; Teresina, la esbelta y de grandes ojos negros; Cintia, hermosa de cabellos de oro; María, la simpática; Enriqueta, amable, distinguida y bondadosa; Anita, intrépida y hermosísima ; Remedios, adusta y grave. Ya se advierte que Mr. Taff no se exprimió demasiado el magín en la elección de los calificativos, pero al menos éstos cumplían la función apetecida, que era la de despertar, precisamente, los apetitos del público masculino. No los despertó en demasía, la verdad sea dicha, porque la afluencia de espectadores no resultó la esperada. Quizás el espectáculo pecara de monotonía, por más atractivos que pudieran ser los ejemplares que salían a tirar al blanco…
SIETE GALERAS
Las calles más céntricas de nuestro Montevideo lo veían pasar a cada rato, en los días del 900. Llevaba sobre la cabeza una torre absurda que se bamboleaba al marchar. Una gorra, y encima un kepis, y encima un gacho, y encima una boina, y encima una galera, y encima un bonete; todo le venía bien a este aparatoso bichicome para cubrir un matorral de pelos que se le insubordinaba con la mayor facilidad. El recogía aquellos sombreros rasposos por calles y baldíos; o bien los divertidos montevideanos se los acercaban para acentuar su ridícula facha que era el asombro y el hazmerreir de cuantos lo cruzaban. Barbudo, hosco, mal vestido y peor calzado, cargando siempre un par de bolsas flacas, él marchaba indiferente a las miradas burlonas y a los gritos de los chiquilines que lo seguían repitiendo su apodo certero: “¡Siete Galeras! ¡Siete Galeras!” Aunque muchas más de siete debía llevar en promontorio, según mentas de entonces. Era muy saludador el bichicome. Raro el montevideano que se cruzaba con él sin recibir un ceremonioso “Buenos días” o “Buenas tardes” , acompañado de un sombrerazo cortés que él propinaba con el cubrecabezas más a mano de entre los que coronaban su testa. Y hay quien asegura que, según fuera la calidad del saludado, así era la categoría del sombrero que él trataba de manotear para su saludo: galeras para los paseantes de pro, mera boina para los proletarios. De otros bichicomes de su misma época, algo pudo averiguarse: su nombre completo, su pasado, el por qué de la razón extraviada. Así, de otro célebre mendicante montevideano, Pan Duro, se supo que fue un acaudalado comerciante en el Interior del país, que enviudó dos veces, que arruinó su negocio. Pero de Siete Galeras nadie conocía su historia, ni siquiera la filiación precisa. Y él no hablaba. Caminaba, saludaba siempre, sonreía a veces, no se enojaba nunca, ni ante las burlas ni ante los asombros; pero jamás se le pudo saber trayectoria, ni pedigrí. Hasta que un día desapareció del Centro. Quién sabe si muchos lo notaron. El día en que tipos así dejan de verse, la ciudad lo registra al principio, hasta los reclama alguna vez, los evoca con nostalgia por un tiempo; pero pronto lo olvidan. Así ocurrió con Siete Galeras. Pronto se borró de la memoria montevideana su figura descabellada, su extravagante promontorio. Muy pocos supieron el final. Yo lo averigûe por casualidad, en un libro que recoge anécdotas y ocurrencias del poeta Juan Zorrilla de San Martín, contadas por su hija. Parece que Siete Galeras solía llegar en sus andanzas hasta Punta Carretas, golpeaba el portón de la casa del poeta y preguntaba:
“Doctor, ¿ no tiene un poquito de yerba para el mate? ¿Y un poquito de caña de la buena?”
Y allá salía don Juan a servirle la copita y a prosear un rato con el bichicome. Y un día se supo que llegaron parientes de España a llevarse de vuelta a Siete Galeras. Era un pobre loco que se había fugado de su casa, allá en la Península, mucho tiempo atrás. Y hasta parece que era de familia de cierto lustre en sus pagos. Por lo menos, “un aire de nobleza” notaron en él quienes lo conocieron, por debajo de los andrajos, las galeras y el mutismo hosco.
(Estimados Amigos lectores… los invitamos a seguir con otro de los grandes trabajos de Milton Shinca con RAICES del mes de Enero-2015 (quede este material como un homenaje a quién tanto diera por el rescate de nuestras grandes cosas..)
MEMORIAS DE LA CALLE BRECHA (Parte I)
Todo es memoria en la actual calle Brecha; una de las últimas que conserva algo de los aires del Bajo famoso. Las paredes descascaradas, el añoso estilo de algunas casas que aún sobreviven, los tablones desgastados en el piso de algún vetusto almacén. Todo compone un testimonio mortecino de que el Bajo estuvo allí; de que por esa calle circularon francesas perfumadas, próceres a escondidas, la hosquedad del malevo con su faca pronta, músicos de buena y mala laya; en fin, la fauna consabida. Pero nada en Brecha recuerda "lo otro"; el episodio atroz que le da nombre, y que subyace tras la escenografía de aquel crapuloso pasado más reciente. Nadie diría, en efecto, que un siglo antes del Bajo, ocurrió allí el hecho de sangre más espantoso, la masacre más cruenta y feroz de toda la historia montevideana. Allí mismo, sobre el enlosado hoy apacible de esa calle en diagonal, cortita y huraña. Un inglés relató con insuperable vividez el episodio guerrero. Juan Paris Robertson era uno de los tantos súbditos británicos que, cuando las invasiones, aguardaba en una nave fondeada ante nuestro puerto, junto a cien embarcaciones más, el momento en que nuestra Plaza cayera, para abatirse sobre ella en busca de buenos negocios. Extraigo los pasajes más coloridos de la narración. "Oíamos el estampido del cañón y veíamos las baterías que arrojaban balas y granadas mortíferas sobre las casas de los atemorizados habitantes. En el puerto se veían botes atareados, yendo de un barco a otro; se veían bergantines de guerra navegando cerca de las murallas y bombardeando la ciudadela. Los cañones eran dirigidos con certera puntería a la parte de la fortificación elegida para abrir brecha; y el mortero descargaba en la parábola mortífera sus bombas destructoras" . "Miles de espectadores escudriñaban desde los barcos el efecto producido por cada granada en la ciudad y por cada bala en la brecha. Las frecuentes salidas de las tropas sitiadas y los rechazos que invariablemente sufrían, daban animado pero nervioso interés al espectáculo." "Una mañana, por fin, antes del alba, el trozo de muralla en que estaba la inminente brecha mortal, fue envuelto, como se vio desde los buques, en una poderosa conflagración. El estampido del cañón era incesante y la atmósfera una densa masa de humo impregnada de olor a pólvora. Percibíamos, con auxilio de anteojos nocturnos, y del fogonazo de los cañones, que se desarrollaba una lucha a muerte en las murallas."…
MEMORIAS DE LA CALLE BRECHA (Última Parte)
…”Después se produjo una pausa tremenda, una tristeza profunda y solemne. La carnicería tocó a su fin; y luego la aurora nos dejó ver la bandera británica desplegada y flameando orgullosa sobre los bastiones. Un grito triunfal simultáneo se elevó de la flota entera; y miles que habían estado ayer suspendidos entre la duda y el temor, volvieron a dar libertad ilimitada a la perspectiva del feliz y próspero resultado de su empresa.” “Desembarcamos aquel día para encontrar que nuestras tropas estaban en completa posesión de la plaza. ¡Qué espectáculo de desolación y miseria se presentaba a nuestros ojos! La carnicería había sido terrible, en proporción al valor desplegado por los españoles y el valiente e irresistible empuje con que las masas fueron dominadas y los cañones silenciados por el inglés.”
“Montones de heridos, muertos y moribundos se veían por doquier, y a cada paso encontrábamos literas llevando pacientes a los distintos hospitales e iglesias. Se podía ver, aquí, a la hermana infeliz buscando desesperada a su hermano; y allí la viuda abandonada en busca del marido. Después de cerciorarse de que no estaban entre los vivos, procuraban tributarles con la solemnidad conveniente, los últimos rezos.”
“Un mero campo de batalla no puede contener la mitad de los horrores de una ciudad tomada por asalto. En este caso, el dormitorio conyugal y el círculo de familia están igualmente expuestos a la violencia; los parientes más cercanos, los amigos más queridos son separados por la espada de la muerte en presencia unos de otros; mientras, para aumentar el horror del espectáculo, la lascivia, el pillaje y la ebriedad adquieren dominio sin control en los corazones recios de los vencedores. Tales espectáculos, aunque no pudieron evitarse del todo, fueron relativamente escasos en la toma de Montevideo.” Hasta aquí, muy extractado, el relato de Robertson. Después de releerlo, si volvemos a pasar por la calle Brecha, ya no serán los fantasmas del Bajo los que vendrán a encontrarnos.
(Estimados Amigos lectores… los invitamos a seguir con otro de los grandes trabajos de Milton Shinca con RAICES del mes de Diciembre-2014 (quede este material como un homenaje a quién tanto diera por el rescate de nuestras grandes cosas..)
CÓMO LA RIQUEZA LLEGÓ A MONTEVIDEO Y QUÉ OCURRIÓ.
Las familias porteñas y canarias que fundaron nuestra ciudad, llegaron aquí con una mano atrás y otra adelante. Con algunas pocas excepciones, eran familias pobres en su lugar de origen; y aún esas pocas excepciones, que yo sepa, tenían más nombre que bienes en sus Canarias natales. Llegadas aquí, es cierto, todas iban a encontrarse con un conjunto idéntico de concesiones y privilegios que les permitiría, a todas por igual, fundamentar un buen pasar futuro, o acaso una fortuna, si sabían administrar esos bienes y multiplicarlos. Pero en cualquier caso, el sentimiento de igualdad estaba salvaguardado: iguales vinieron, iguales oportunidades encontraron. Y aún cuando a partir de ese rasero común, algunas familias pudieran engendrar un principio de diferenciación económica – si eran más industriosas, más ordenadas en sus cuentas, más perseverantes en el esfuerzo - , esa desigualdad incipiente no podía llegar demasiado lejos ni alterar, por tanto, la esencial homogeneidad de punto de partida que había caracterizado al grupo fundador. De otro modo: no había recursos bastantes en nuestro suelo, como para generar privilegios o delinear clases sociales. No olvidemos que aquel Montevideo de los primeros tiempos había sido fundado más que nada como un apostadero militar para dominar el Río de la Plata en previsión de nuevas incursiones portuguesas. Ningún designio económico había estado en la mira de la autoridad fundadora: en aquel tiempo, los españoles operaban en América con los ojos puestos en las riquezas mineras, y la Banda Oriental carecía notoriamente de ellas. “Tierra sin ningún provecho” la había llamado un documento oficial de la época, y la frase equivalía a una sentencia: ninguna preocupación que no fuera estratégica movería a los españoles en nuestra Banda. Nuestros habitantes, por tanto, tendrían que conformarse con vegetar en un medio tan desprovisto de incentivos para el colonizador, procurando prosperar en él hasta donde los menguados recursos del lugar se los permitieran. Pero transcurrieron sólo cincuenta años desde la fundación, y aquel cuadro se alteró al llegar hasta nosotros la riqueza, y con ella la desigualdad. Todo comenzó el día en que los españoles advirtieron que Montevideo era un excelente puerto natural, el más amplio, seguro y abrigado para los barcos que venían de ultramar. El mejor sin disputa de todas estas regiones. Y así fue como el llamado Reglamento de Libre Comercio, dictado en 1778, declaró a Montevideo “puerto mayor”. Esto significó que todos los barcos que vinieran al Plata desde España, o que se dirigieran desde aquí hacia la península, tenían que recalar obligatoriamente en nuestro puerto. De tal modo, Montevideo concentró todo el tráfico naviero de estas regiones. Pero no sólo llegaban los barcos que comerciaban con el Plata, sino también los que tenían como objetivo Perú; pues los comerciantes españoles resultaba más conveniente, antes de verse obligados a derivar hasta el sur con sus barcos y sortear el Cabo de Hornos, desembarcar la mercadería en Montevideo y proseguir la travesía por tierra.
(Estimados Amigos lectores… los invitamos a seguir con otro de los grandes trabajos de Milton Shinca con RAICES del mes de Setiembre-2014 (quede este material como un homenaje a quién tanto diera por el rescate de nuestras grandes cosas..)
MANDIBULA DE PLATA
Después del asalto y toma de Montevideo por los ingleses, el Gobernador de nuestra ciudad, Ruiz Huidobro, cincuenta oficiales y unos seiscientos soldados, fueron enviados a Inglaterra en calidad de prisioneros. Entre ellos se encontraba un herido de cuidado: don Juan Bautista Jiménez de Aréchaga, que habría de ser abuelo del ilustre jurisconsulto de nombre Justino. Había recibido durante la ardorosa defensa de Montevideo, un balazo en la boca. La cirugía inglesa era de las más adelantadas de aquel tiempo, y pudo dotar al prisionero montevideano de un paladar de plata, parte de la mandíbula y dientes del mismo material; casi un trabajo de ingeniería bucal, muy audaz y sorprendente para la época. Cuando , al tiempo, su dueño pudo regresar a Montevideo, aquella vasta obra en plata se convirtió en motivo de asombro y novelería muy comprensibles en nuestra ciudad. Pero no fue la única razón por la que dio que hablar don Juan Bautista a su regreso. Durante su permanencia en Gran Bretaña, el hombre se había preocupado de aprender a hablar inglés con toda corrección. Y así, cuando se instaló de nuevo aquí, pudo enseñar ese idioma a más de un montevideano curioso, despertando – eso sí – la iracunda protesta de las santonas que abundaban entre nosotros y que le calificaron de hereje : “ ¡ Mire que enseñar a hablar, y hablar él mismo, la lengua de un país enemigo de la corona española, y para colmo apestado de protestantismo!”. Pero este recelo idiomático y religioso no alcanzó a eclipsar el asombro de aquella platería que don Juan Bautista portaba dentro de su cara, ni le impidió casarse y formar un hogar respetable.
(Estimados Amigos lectores… los invitamos a seguir con otro de los grandes trabajos de Milton Shinca con RAICES del mes de Agosto-2014 (quede este material como un homenaje a quién tanto diera por el rescate de nuestras grandes cosas..)
DOS LAVATIVAS CON GRASA DE PESCADO
En Montevideo, como en todas partes, los esclavos servían tanto para un barrido como para un fregado. Hasta como conejillos de Indias se los utilizó alguna vez, como lo ilustra el siguiente caso. Un pobre moreno se hirió un día en el pie derecho con un clavo, y ello le ocasionó después extrañas complicaciones. Entonces su amo, como la cosa más natural del mundo, resolvió experimentar con él métodos propios de curación que al parecer – e inexplicablemente – dieron resultado. Protagonizó el episodio un tal don Antonio Ortiz de Zárate y Alcalde, dueño de un esclavo de nombre Joaquín. Y en vista del éxito obtenido, el amo se sintió en la obligación para con la humanidad doliente, de dar a conocer por la prensa la conclusión feliz de su “experimento” médico. Publicó el siguiente aviso en el periódico “Los Amigos de la Patria” , de 5 de abril de 1816, informando a los cuatro vientos de la curación de su esclavo: “Le sobrevino como a los quince días (del accidente) un pasmo real tan furioso, que lo redujo al estado de no poder articular cosa alguna ni pasar ninguna sustancia, sin que obedeciese a los más enérgicos remedios conocidos para esta clase de enfermedad, como fueron el opio, almizcle, alcanfor, aceite de ricino y otros administrados interiormente (!), ni a los fomentos de aceite volátil de trementina y otros de igual recomendación, y en este apuro se me ocurrió el meterlo en un baño templado de aceite o grasa de pescado, como lo verifiqué en una tina por medio de un aparejo y al auxilio de un saco de lienzo o serón, en que lo coloqué para hacerlo con más comodidad, y disponiendo que al mismo tiempo se le frotasen fuertemente las corvas que estaban encogidas, el espinazo y demás partes del cuerpo, y como a los diez minutos ya dio a conocer el buen efecto que le había causado, pues principió a articular algunas palabras (aunque entre dientes) , dirigidas a tributar gracias a Dios, y se sacó del baño como a los veinte minutos, acomodándosele con bastante abrigo en la cama, donde se le administraron dos lavativas con la misma grasa del baño, el cual se repitió seis días consecutivos en que ya se halló perfectamente sano. Los funestos estragos que se han observado en esta ciudad y sus campañas, de una enfermedad que es demasiado frecuente, por la misma humedad del clima, me prometen que será bien recibida la noticia de un medicamento que ha hecho triunfar de su fiereza en un caso desesperado. Si el baño oleoso se hace con aceite de olivas puede ser muy útil para corregir el mal de los siete días”…
(Estimados Amigos lectores… los invitamos a seguir con otro de los grandes trabajos de Milton Shinca con RAICES del mes de Julio-2014 (quede este material como un homenaje a quién tanto diera por el rescate de nuestras grandes cosas..)
MEMORIA DE LA CALLE BRECHA
Todo es memoria en la actual calle Brecha; una de las últimas que conserva algo de los aires del Bajo Famoso. Las paredes descaradas, el añoso estilo de algunas casas que aún sobreviven, los tablones desgastados en el piso de algún vetusto almacén. Todo compone un testimonio mortecino de que el Bajo estuvo allí ; de que por esa calle circularon francesas perfumadas, próceres a escondidas, la hosquedad del malevo con su faca pronta, músicos de buena y mala laya; en fin , la fauna consabida. Pero nada en Brecha recuerda “lo otro”; el episodio atroz que da nombre, y que subyace tras la escenografía de aquel crapuloso pasado más reciente. Nadie diría, en efecto, que un siglo antes del Bajo, ocurrió allí el hecho de sangre más espantoso, la masacre más cruenta y feroz, de toda la historia montevideana. Allí mismo, sobre el enlosado hoy apacible de esa calle en diagonal, cortita y huraña. Un inglés relató con insuperable vividez el episodio guerrero. Juan Paris Robertson era uno de los tantos súbditos británicos que , cuando las invasiones, aguardaba en una nave fondeada ante nuestro puerto, junto a cien embarcaciones más, el momento en que nuestra Plaza cayera, para abatirse sobre ella en busca de buenos negocios. Extraigo los pasajes más coloridos de la narración. “Oíamos el estampido del cañón y veíamos las baterías que arrojaban balas y granadas mortíferas sobre las casas de los atemorizados habitantes. En el puerto se veían botes atareados, yendo de un barco a otro; se veían bergantines de guerra navegando cerca de las murallas y bombardeando la ciudadela. Los cañones eran dirigidos con certera puntería a la parte de la fortificación elegida para abrir brecha; y el mortero descargaba en la parábola mortífera sus bombas destructoras.” “Miles de espectadores escudriñaban desde los barcos el efecto producido por cada granada en la ciudad y por cada bala en la brecha. Las frecuentes salidas de las tropas sitiadas y los rechazos que invariablemente sufrían, daban animado pero nervioso interés al espectáculo.” “Una mañana, por fin, antes del alba, el trozo de muralla en que estaba la inminente brecha mortal, fue envuelto, como se vio desde los buques, en una poderosa conflagración. El estampido del cañón era incesante y la atmósfera una densa masa de humo impregnada de olor a pólvora. Percibíamos, con auxilio de anteojos nocturnos, y del fogonazo de los cañones, que se desarrollaba una lucha a muerte en las murallas.”
(Estimados Amigos lectores… los invitamos a seguir con otro de los grandes trabajos de Milton Shinca con RAICES del mes de Junio-2014 (quede este material como un homenaje a quién tanto diera por el rescate de nuestras grandes cosas..)
EL PAN NUESTRO DE CADA DIA
Variada, movida, a menudo infructuosa, fue la batalla que debieron librar desde muy temprano las autoridades de Montevideo para poner en vereda a los fabricantes de pan. Uno de los paladines de esta lucha que se haría secular, fue don Miguel Antonio Vilardebó, prestigioso vecino, acaudalado industrial de origen catalán, padre del célere médico Dr. Teodoro Vilardebó. En 1804, cuando era Gobernador de esta Plaza don Pascual Ruiz Huidobro, fue electo cabildante don Miguel Vilardebó. Y poco después, por su iniciativa, el Cabildo ordenó el estudio del abastecimiento de pan a la ciudad, con vistas a asegurar su preparación en condiciones higiénicas adecuadas, y a impedir abusos en los precios. El propio Vilardebó denunció excesos incalificables de los panaderos de la época, lo que motivó la clausura de una de las panaderías más prestigiosas, la de Zamora, por haber hecho caso omiso de reiteradas multas y sanciones que le fueran aplicadas. El Cabildo recibió poco después a una delegación de panaderos, que prometió elaborar setecientos noventa kilos de pan diarios. Pero por cierto que no cumplió lo convenido, y así fue cómo el Cabildo, poco después, adoptó una medida drástica contra todos los panaderos. A uno por uno le fue comunicado por el Alcalde doctor Rebuelta, y en presencia del propio Vilardebó, el siguiente auto:
“El día 9 de mayo acordó Ud. con el ayuntamiento de la Ciudad, producir diariamente en ella tantos pesos de pan, sobre dos más o la mitad entra. En tal virtud, se ha acordado con esta fecha se expida esta orden y se le entregue a Ud. , por Escribano, previniéndole que todo el pan y se venderá por cuenta de la Ciudad la primera vez ; la segunda vez se le hará perder el pan y se le aplicará una multa de 50 pesos; y la tercera vez lo mismo y además una prisión de 15 días…”
De poco valió esta rigidez. Los panaderos siguieron resistiéndose a las medidas, las burlaban y transgredían con mil subterfugios. Entonces, ya en agosto del mismo año, Vilardebó le propuso al Cabildo crear una Alhòndiga, es decir un Granero Oficial, donde se depositarían los cereales adquiridos por el Cabildo para ser luego vendidos a un precio razonable, evitándose así los abusos y la especulación. Se buscaba impedir de este modo “el perjuicio y escasez que casi anualmente sufre el público con el abasto de pan, sujeto todo el vecindario a la avara y codiciosa mano de ocho o diez panaderos que obtienen una desmedida y exorbitante ganancia por las intrigas y monopolios, alterando los precios y disminuyendo las fraccciones, cuyo procedimiento no es fácil averiguar por más que uno se empeñe y se han empeñado siempre las autoridades…”.
(Estimados Amigos lectores… los invitamos a seguir con otro de los grandes trabajos de Milton Shinca con RAICES del mes de Mayo-2014 (quede este material como un homenaje a quién tanto diera por el rescate de nuestras grandes cosas..)
¿UN COMETA DE MAL AGÜERO?
A quince días exactos de quedar sitiada Montevideo por las fuerzas de Oribe, aparece en el cielo de nuestra ciudad un cometa deslumbrante. En la noche del 03 de marzo de 1843, en dirección Oeste de nuestro horizonte, la población montevideana pudo divisar la espléndida y larguísima cauda luminosa atravesando el cielo a una altura aproximada de unos 60 grados. Cierto que nuestra gente no estaba muy propensa a conmoverse con aquel espectáculo que, por lo que se sabe, fue magnífico. El clima que se vivía dentro de muros era oprimente. A marchas forzadas la ciudad preparaba sus defensas. Se observaban con angustia los preparativos de las tropas enemigas establecidas en el Cerrito. Dentro del recinto amurallado imperaba el rigor militar y nuestro vecindario vivía sometido a la severidad de un régimen de guerra. El prodigio no dejó de conmover el ánimo de nuestra gente. Todos salían a la calle a contemplar el asombroso despliegue, llegaban hasta la costa, se encaramaban en miradores y azoteas, desafiando los peligros de un asedio que por aquellos primeros días era riguroso, pero que solía amainar por las noches. La hermosa aparición, sin embargo, no fue motivo de complacencia para nadie. Siempre los cometas despertaron en las gentes sencillas una aprensión supersticiosa. Mal podía ser excepción éste, desde que campeaba en la ciudad, como queda dicho, un clima tan opresivo y angustioso. Inevitablemente, los espíritus sugestionables creyeron ver en la aparición celeste el anuncio de terribles calamidades. ¿Qué calamidades podían ser, en una plaza sitiada por tropas muy superiores en número y armamento? No había duda posible: aquel fenómeno profetizaba derrotas y acontecimientos trágicos para la ciudad así señalada desde el firmamento. Pero la cosa no paró ahí. Habían permanecido dentro del recinto de Montevideo muchas familias desafectas con la situación; emparentadas o vinculadas por amistad con los sitiadores, y que sólo quedaron dentro de la plaza obligadas, por no haber podido abandonarla a tiempo. Esta gente, adversa en secreto al Gobierno de la Defensa, comenzó a explotar la “significativa” aparición del cometa para crear desánimo, acrecentar el derrotismo, sembrar sin mucho esfuerzo el desaliento. Mucha gente sencilla fue inducida a abandonar Montevideo: “Usted, que puede ¿qué espera? ¿No ve que es el Cielo mismo el que nos avisa lo que aquí va a pasar? Y se ve que unos cuantos vecinos dieron crédito a la prédica. Al menos muchos huyeron por esos días, protegidos por la oscuridad de la noche, a buscar amparo cerca del Campamento sitiador…
(Estimados Amigos lectores… los invitamos a seguir con otro de los grandes trabajos de Milton Shinca con RAICES del mes de Abril-2014 ,quede este material como un homenaje a quién tanto diera por el rescate de nuestras grandes cosas..)
LA IMPLACABLE ESCARLATINA
A poco de iniciada nuestra vida independiente, en 1836, Montevideo padeció una temible epidemia de escarlatina, que en pocos meses se llevó numerosas vidas. No era la primera vez que azotaba a nuestra ciudad: había habido otra en 1802, pero mucho menos mortífera. La nueva epidemia se extendió entre los meses de marzo y junio de 1836, y en ese período se produjeron 258 defunciones, entre adultos y niños. La cifra es elevada, si se toma en cuenta que Montevideo no contaba con más de 24.000 habitantes; lo que representa un índice de mortalidad de 11 por mil, porcentaje elevadísimo. Y eso que no se incluyen a los que puedan haber fallecido sin asistencia, o con diagnósticos imperfectos, que no se contabilizaron como escarlatina aunque lo fuera. A ello hay que sumar el hecho de que, en los tres primeros meses del año siguiente, los anales médicos registraron la llegada a Montevideo de un mal que en la época se calificó de “peste de anginas”; pero hoy la medicina sabe que esa peste fue seguramente una derivación de la propia escarlatina anterior. La prensa de la época traduce el pánico y la alarma que cundió en nuestra población, al ver cuántos niños y adultos eran llevados por la enfermedad. Los médicos, al parecer, no tenían armas para enfrentar la epidemia, y sólo prescribían algunas medidas generales, más higiénicas que terapéuticas: pureza de aire, buen régimen de alimentos y bebidas, abrigo conveniente, ejercicio y sueño moderado, fumigaciones de cloro para purificar el aire…. De poco sirvió prohibir el velorio de los fallecidos; obligar a la desinfección de los cuerpos y sepultarlos de inmediato; destinar un sitio especial para el lavado de la ropa de los enfermos. Lo mismo los pacientes se les iban de las manos a los médicos. En suma, poco o nada pudo hacerse, hasta que el mal decidió retirarse por sí mismo. Se conserva un testimonio versificado de este período tan sombrío de la vida de nuestra ciudad: un aterrado fragmento del autor de nuestro himno, Francisco Acuña de Figueroa, que traduce el desasosiego de la población ante la impotencia de la medicina y de los médicos ( “la prole de Esculapio”) para hacer frente al desafío de la entonces implacable enfermedad:
Quien despierta y su pecho
viendo de rojas manchas salpicado,
al punto horrorizado
“¡escarlatina!” exclama desde el lecho,
y a su voz repentina
todos huyen gritando “escarlatina”.
La prole de Esculapio se confunde
y las tinieblas de su error no aclara
y el mal acrece y cunde,
¿quién, ay Dios, nos ampara
si los hijos del arte en competencia
divagan en las sombras de su ciencia?
(Estimados Amigos lectores… los invitamos a seguir con otro de los grandes trabajos de Milton Shinca con RAICES del mes de marzo-2014 (quede este material como un homenaje a quién tanto diera por el rescate de nuestras grandes cosas..)
DESTEÑIDO CARNAVAL FAMOSO
Parece que hubo un tiempo, en Montevideo, en que se acostumbraba simbolizar a Momo bajo la forma de un cordero al horno. Se lo paseaba por las calles en procesión – no sé si solemne o bulliciosa - , y al final del recorrido se lo devoraba buenamente en un banquete al aire libre. Desconozco el origen de esta costumbre insólita, que tiene un evidente aire exótico, arcaico y ritual; pero ya en el Novecientos había desaparecido, lo que me parece de veras lamentable.
En vez, el Carnaval adoptó por esos años unas formas que le dieron fama perdurable, como que nos han llegado hasta hoy, a través de las versiones de los nostálgicos que ponen los ojos en blanco cuando evocan aquellas festividades “ que no han tenido igual” ,según ellos.
Basta, sin embargo, revisar algunas fotografías neutralmente testimoniales para que el mito se desmorone, a mi parecer. Son instantáneas de los corsos más lucidos de entonces; los que se celebraban en 18, el Cordón y la Unión. Y allí figuraban los carros y comparsas de entonces, los mismos que cimentaron ese prestigio legendario que ha llegado intacto hasta nosotros. Lo primero que llama la atención es la abundancia de grupos exclusivamente femeninos, con sus trajes uniformados, un nombre distintivo, y encaramados en carros. Así, una veintena de chicas disfrazadas de bebas – algunas rollicitas por demás - , componían un conjunto titulado “Rincón Azul” , que desfilaban sobre una jardinera tirada por caballos (parecían satirizar a una sección bastante cursi de ese mismo nombre, que se publicaba en la revista “Rojo y Blanco” y que se dedicaba a describir poéticamente, aunque sin nombrarlas, a “niñas conocidas de nuestra sociedad” ). En otro carro, más o menos ormamentado, pasaba un ramillete de señoritas disfrazadas con larguísimos bonetes en punta, como de brujas, y se denominaban “Sonámbulas” se les llamaba a las videntes, médium, etc. ; esto es , a las que tenían poderes “extralúcidos”, nombre que designaba entonces a las facultades que hoy diríamos “paranormales” , sin que el cambio de nombre sirva para aclarar nada). En otro carro, tirado por un caballo que no podía disimular su profesión verdulera, venía un conjunto al parecer bullicioso, que se titulaba “Las sin esperanzas” ; mientras que mucho menos graciosas, por su aspecto y título elegido, parecen “Las más elegantes”, muy empeñadas en desmentir el nombre con que, irónicamente, se bautizaron. En el sector masculino la cosa no mejora. Desde Villa Colón se venían los “Hijos del Trabajo” que, contagiados por semejante nombre, lucían demasiado formales y aburridos. Algo más farristas parecían los “Como quiera”. Pero tampoco los que siguen despiertan los entusiasmos de quien repasa las fotos: ni “Los Caballeros Líricos” , ni la “Comparsa de la Escuela de Artes y Oficios” (que designaba, nomás, a la comparsa de la Escuela de Artes y Oficios) , ni “Los Caballeros de la Esperanza”, ni “La Campanilla Lírica” , ni “Los Hijos de la Guarnición” , ni los llamados “Ni Nos Conocen” , ni “Los Marinos”, que eran efectivamente marinos, desfilando con su Banda y todo…
(Estimados Amigos lectores… los invitamos a seguir con otro de los grandes trabajos de Milton Shinca con RAICES del mes de Febrero-2014 (quede este material como un homenaje a quién tanto diera por el rescate de nuestras grandes cosas..)
BANQUETES DE CUMPLEAÑOS
Ninguna forma de festejo comparable, en los tiempos de antes, a una de aquellas comilonas a las que eran tan afectas las familias, por poco pudientes que fueran. En especial los cumpleaños, máxime si eran de uno de los dueños de casa, pretextaban un banquete opíparo, a lo largo del cual desfilaba una sucesión portentosa de platos que hoy nos parecen de una fastuosidad oriental. La maratón aquella tenía por prólogo una sopa Juliana “servida en hondos platos de porcelana blanca, bien espesita” , y que podía ser de arroz, fideos o pan, y conteniendo casi siempre un huevo “caído” o “estrellado” , uno por comensal. En seguida irrumpían en el comedor enormes fuentones desde donde desbordaba el infaltable puchero a base de “pecho” o de “cola” , conteniendo varias gallinas, tocino, arroz, garbanzos, chorizos de Extremadura y criollos, morcillas, papas, zapallos, cebollas, repollos, romero, laurel, amén de yuyos aromáticos surtidos. Por si este puchero resultaba algo cortón, era costumbre acompañarlo con una fuente de “pirón” suculento…
Detalla Rómulo Rossi, a quien sigo paso a paso por los laberintos de este intinerario gastronómico que después seguían el estofado aderezado con pasitas de uva; el llamado “quibebe”, que, contra lo que se podría sospechar , no era sino zapallo hervido deshecho con huevos; la “carbonada”, sabroso guiso de arroz y carne picada , también llamado “rendimiento”; pastel relleno con presas de pollo o gallinas gordas, huevos duros, aceitunas, pasas de uva, picadillo de carne, cebollas, etc ; “humitas” a base de granos de maíz envueltos en chala. Y por fin cerraba el alarde principesco (para nosotros, no para ellos) un fabuloso pavo relleno, “cebado a base de nueces enteras que a la fuerza se le hacía engullir diariamente y desde un mes antes a la pobre víctima”, y que era traído a la mesa “reluciente e hinchado a fuerza de contener en su vientre el relleno de pan con leche, castañas, huevos, verduras”..
Acompañaba de cerca a esta prodigiosa andanada el celebérrimo vino “Carlón” , preferido por entonces como infaltable riego de toda comilona como la gente. Y aún faltaban los postres, claro está, que en aquella época justificaban el plural, pues eran siempre más de uno : pastelillos de natilla o con dulce de membrillo; arroz con leche espolvoreado con canela en polvo; y a veces , de yapa, “unas lasquitas de azúcar quemada” , que solían ser rociadas con Oporto o Jerez… Cerrando la marcha, aparecía el café o el té, a veces servidos por pocillos, a veces en mate…
(Estimados Amigos lectores… los invitamos a seguir con otro de los grandes trabajos de Milton Shinca con RAICES del mes de Enero-2014)
Ver Montevideo después de ver París.
Ya se sabe que para muchos resulta una experiencia algo traumática reencontrarse con su suelo natal después de haber recorrido los miríficos parajes europeos que siempre han hipnotizado a nuestras gentes. ¿Qué ocurre en el ánimo del que regresa? Y sobre todo, ¿cómo se le aparece de nuevo su ciudad? Hubo alguien que se preocupó de analizar sus reacciones cuando regresó a Montevideo, y tomó nota de sus vivencias mientras iba reencontrando nuestras cosas. Fue el poeta don Juan Zorrilla de San Martín. Su testimonio, aparte de importarnos por venir de quien viene, tiene también el interés adicional de proporcionarnos una imagen de nuestro Montevideo allá por la década del 90. Zorrilla había viajado a Europa en 1887, y a su retorno, no bien pisa nuestro puerto, se propone observar los sentimientos que le despierta el reencuentro. “Quiero mirar a mi Montevideo antes de que este yo transitorio que acaba de regresar al país, desaparezca sustituido por el yo permanente que ya siento salir del fondo de mi ser, al contacto del medio ambiente en que nació y para el que fue formado”. Comienza entonces a transitar, conmovido, por las calles de la Ciudad Vieja:” … la de 25 de Mayo, la de Sarandí, la Plaza de la Constitución, la Avenida 18 de Julio, que viene llena de luz desde lo alto de la colina y parece derramarse en la Plaza de la Independencia. No hay la menor duda: esto es hermoso, de lo más hermoso, aún para quien viene de París (sin hacer parangones desatinados, por supuesto)”. Y aquí agrega una observación que quizás no esperáramos: “Pero hay algo mucho más curioso: esto es original, lleno de carácter. Esta ciudad no se parece a ninguna otra. Me parece una ciudad núbil pero muy fuerte, de una franqueza y una ingenuidad encantadora. Tanto me lo habían dicho, que yo había llegado a creer que, viniendo de Europa, Montevideo aparece chato, de construcciones muy bajas. Mi impresión ha sido la contraria. Los edificios de dos o tres pisos, siempre graciosos y de correcto estilo, aparecen esbeltos, porque cada uno de ellos tiene entidad y proporciones propias, y se ofrece lleno de aire, de luz y de relieve”. Más adelante, Zorrilla nos alude a nosotros, a los que habitamos hoy esta ciudad: “Quisiera ver lo que verán los que vivan cuando Montevideo tenga un millón de habitantes. Mi ciudad natal me parece como un boceto genial de un gran pintor. Quisiera verlo ya acabado, pero tengo temor de que, acabado, se debilite su vigor y frescura. Casi se prefiere dejarlo como está: que el arte futuro no vaya a quitar lo que el arte no puede dar y que constituye la belleza de Montevideo: su sol, su luz, sus horizontes. No nos dejemos dominar por el prestigio de las ciudades europeas. Defendamos el carácter de lo nuestro. No hagamos como los niños, que anhelan ponerse gafas”.
(Estimados Amigos lectores… los invitamos a seguir con otro de los grandes trabajos de Milton Shinca con RAICES del mes de Diciembre-2013)
BAÑOS DE INMERSIÓN…EN LA MISMA AGUA
El agua fue siempre un elemento de insegura obtención para el montevideano de la Colonia que, como es sabido, dependía en último grado de los pozos de la Aguada. Pocas eran las casas con aljibe, y no siempre el aljibe era generoso. Así, fueron frecuentes las restricciones y escaseces. No se sabe si por estas precariedades o por inconfeso desapego hacia la limpieza, la práctica del baño fue erradicada sin más de la temporada invernal; y en la veraniega, los baños se daban de vez en cuando, para no abusar. La bañera era por entonces un adminículo desconocido en nuestras casas. Se usaba en su lugar un gran tonel, una bordalesa, a la que se le suprimía una de las tapas. Cuando llegaba el gran día de la higienización de toda la familia – fecha que se convertía en una especie de feriado nacional -, los esclavos cargaban con la bordalesa al hombro y la colocaban en la caballeriza o en el galponcito que siempre había en el fondo de las casas para guardar trastos viejos. Y después la llenaban con el agua extraída del aljibe, cuando lo había, o de la pipa comprada esa mañana al aguatero. Aquella festividad comenzaba después de la siesta. Primero eran los dueños de casa quienes se daban su buen baño de inmersión, sumergiéndose medio ligerito en el barril. Luego los seguían los hijos, por riguroso orden de llegada al mundo. Demás decir que, vistas las dificultades ya anotadas en el aprovisionamiento de agua, no era cosa de desperdiciarla, de modo que toda la familia se sumergía en la misma…Y tanto era el afán de ahorro que, después, esa misma agua era utilizada por los esclavos para regar las plantas del jardín. Y si todavía sobraba, el remanente era llevado en latones hasta la vereda y se la desparramaba sobre la tierra de la calle, para impedir las polvaredas que el trote de un caballo o un carruaje desaprensivo solían levantar, cuando no el viento. En aquellos tiempos tan obsesionados por el agua, los veleros que anclaban en nuestro puerto enviaban a algunos tripulantes en sus botes hasta un lugar próximo donde había pozos de agua dulce, cargando pipas y cuarterolas vacías para hacer provisión. Llamaron a ese lugar la Aguada, sin saber que lo bautizaban para siempre.
(Estimados Amigos lectores… los invitamos a seguir con otro de los grandes trabajos de Milton Shinca con RAICES del mes de Noviembre-2013)
El montevideano que se creía un tranvía
Entre los personajes impagables que ha tenido Montevideo, el famoso Capitán Virutas debe haber sido de los más pintorescos. Recorrió nuestras calles allá por mil ochocientos ochenta y tantos ( y en este caso “recorrer nuestras calles” no es modo de decir sino expresión literal, pues tal era el oficio que este hombre se había asignado). Estaba convencido de que era un tranvía, ni más ni menos; y actuaba y se comportaba como tal, trotando de la mañana a la noche por el Centro, encaramándose por los peores repechos, frenando fuerte en las bajadas peligrosas, arrastrando siempre por supuestos caballos idénticos a los que tiraban de los tranvías de verdad.
Parece que este Capitán Virutas era un tipo de estatura mediana; usaba invariablemente una galerita redondeada que le era característica, y que solía caerle requintada sobre un costado. Su figura había acabado haciéndose popular, y ya todo el mundo le conocía su manía y se la festejaba buenamente, porque, de todas maneras, aquel pobre demente no hacía mal a nadie con eso de creerse tranvía. Y allá se lo veía pasar, azuzando con un látigo imaginario al imaginario cadenero que punteaba en la imaginaria tropilla. Si llegaba a una bocacalle, por precaución hacía sonar una imaginaria corneta igual a la que usaban entonces los tranvías verdaderos; en cada esquina detenía la marcha para permitir que el “pasaje” subiera o bajase del tren, y luego reemprendía la marcha no bien la campanilla del guarda imaginario le daba salida. Pero el Capitán Virutas alcanzaba su mayor notoriedad las tardes de corridas de toros. En esas ocasiones se convertía en un tranvía de los que hacían la carrera entre el Centro y la Plaza de Toros de la Unión. Se ponía a la par de los tranvías verdaderos que partían desde Plaza Independencia atiborrados de taurófilos entusiastas, y marchando a su flanco los acompañaba durante el recorrido, recibiendo todo el tiempo voces de estímulo de los pasajeros, que lo incitaban a no retrasarse en su carrera, a no dejarse ganar…
(Estimados Amigos lectores… los invitamos a seguir con otro de los grandes trabajos de Milton Shinca con RAICES del mes de Octubre-2013)
LOS BOTES DE BOUTELL
Poco más que pelota vasca habían practicado los escasamente deportivos montevideanos. A lo más, podría sumarse algún entretenimiento ecuestre (pues los toros y las riñas de gallos, de mucha aceptación en aquellos tiempos, no se cuentan como deporte). Hasta que hacia fines de 1873 llegó a estas playas un súbdito británico que , sin proponérselo, iba a remover nuestras costumbres populares de raíz hispánica. Traía consigo, bajo el brazo, algo que nadie había visto jamás por aquí : un “cutter” , que en buen inglés equivale ni más ni menos que aun afilado bote de carrera. El nombre de este emigrado era Frank H. Chevalier Boutell, empleado de la Compañía inglesa de Ferrocarriles, no hacía mucho instalada entre nosotros. Pero no sólo el “cutter” o “wager boat” (el primero, digamos de paso , que se conocía en Sudamérica) venía con Chevalier Boutell. Asimismo trajo consigo un adminículo complementario, recién incorporado a las regatas del Támesis: el “sliding seat” , o sea el carrito rodante sobre el cual se sienta el remero y que lo impulsa hacia atrás y adelante a compás de la remada. También fue éste el primer carrito importado a nuestro continente, honor que debemos agradecer al fanatismo de Boutell por el remo; y para colmo de nuestro orgullo, ese carrito no sólo era novedad acá sino que acababa recién de ser incorporado al deporte del rowing : apenas si un año antes, en una regata disputada en Putney, sobre el Támesis, se presentó un competidor con ese invento que nadie conocía, gracias al cual le ganó a todos no sé por cuántos largos de ventaja. De inmediato su idea -algo casera – fue perfeccionada y surgió el “sliding seat”, que Montevideo vio llegar junto con el equipaje del inglés recién arribado. Y era tal el entusiasmo de Chevalier Boutell por el remo que no aguantó mucho tiempo su trasplante a esta tierra, y a poco de instalado promovió una reunión con miras a que en algún Támesis local se corrieran regatas. Él y su hermano Arthur, más algunos orientales ya contagiados por la pasión de los dos pioneros, se encontraron a principios de 1874 en el Hotel Blin, situado en la calle Piedras 98 esquina Solís, donde hoy se encuentra el edificio del Banco de la República. Presidió el histórico encuentro un uruguayo que había sido remero aficionado en la Universidad de Cambridge, el Dr. Samuel Lafone Quevedo; y a la segunda reunión ya quedó fundada la que sería primera institución deportiva uruguaya : el Montevideo Rowing Club. Las adhesiones se sumaron y la institución – decana de las decanas – comenzó a remar duro y parejo, bajo la capitanía, entre otros, de los dos hermanos Chevallier Boutell.
(Estimados Amigos lectores… los invitamos a seguir con otro de los grandes trabajos de Milton Shinca con RAICES del mes de Setiembre-2013)
LA MANO QUE PERDIÓ A SU BRAZO.
El hoy populoso y muy montevideano cruce de Miguelete y Sierra, era, en 1829, un descampado que abarcaba unas cuantas leguas a la redonda. En esas inmediaciones vivía un vecino, don Fermín Macuso, en una propiedad que allí se levantaba, desde la que se avistaba alguna que otra finca de las cercanías. En tales soledades residía Macuso con su esposa, doña Luisa, trabajando la quinta. Una noche de verano de aquel 1829, exactamente el 24 de febrero, el matrimonio se había sentado a tomar el fresco junto a la puerta de la casa, para aliviar un poco los rigores de un día estival y por demás laborioso. Estaban en eso, cuando sienten en la oscuridad unos pasos que se aproximan. No era nada corriente recibir visitas después de la puesta de sol, así que marido y mujer se pusieron de pie, prevenidos. Los hechos justificaron en seguida esa alarma, porque se les aparecieron cuatro hombres medio embozados, en actitud que no dejaba dudas respecto de sus siniestras intenciones. Macuso, sin vacilar, corrió hacia la casa en busca de armas con que hacer frente a los intrusos; mientras que doña Luisa, mujer de coraje y temple varonil, se interpuso en el portón de entrada, dispuesta a cerrar el paso a los facinerosos. Los asaltantes venían armados de puñales, y uno blandía un hacha. Avanzaron dispuestos a forzar el acceso a la propiedad, cuando se encontraron con la mujer guardando la puerta. Forcejearon y, en vista de la resistencia que ella oponía, uno de los maleantes, el que traía el hacha, descargó sobre doña Luisa un golpe tremendo. La mujer atinó a cubrirse instintivamente con su brazo, pero el hacha afilada, al caer con fuerza, le seccionó la mano, que rodó por el suelo, ensangrentada. Lo sorprendente fue que, en el calor del tumulto, la señora no advirtió en un principio lo que le había ocurrido; logró zafarse de sus asaltantes y corrió hacia la casa de una vecina, distante una cuadra más o menos. En su estado de exaltación, explicó lo que ocurría sin dejar de gesticular airadamente; y fue entonces que la vecina, horrorizada, advirtió la mutilación de la mujer y se lo hizo notar con el espanto consiguiente de ésta…Mientras tanto, el marido, ya armado, volvía hacia los asaltantes, a quienes les disparó unos tiros, pero sin evitar que le lanzaran una certera cuchillada. Cae Macusobañado en sangre y así lo encuentra su mujer, cuando regresa desesperada de la casa de su vecina.
(Estimados Amigos lectores… los invitamos a seguir con otro de los grandes trabajos de Milton Shinca con RAICES del mes de Agosto-2013)
Cómo la riqueza llego a Montevideo y qué ocurrió. (Primera Parte)
Las familias porteñas y canarias que fundaron nuestra ciudad llegaron aquí con una mano atrás y otra adelante. Con algunas pocas excepciones, eran familias pobres en su lugar de origen; y aún esas pocas excepciones, que yo sepa, tenían más nombre que bienes en sus Canarias natales. Llegadas aquí, es cierto, todas iban a encontrarse con un conjunto idéntico de concesiones y privilegios que les permitiría, a todas por igual, fundamentar un buen pasar futuro, o acaso una fortuna, si sabían administrar esos bienes y multiplicarlos. Pero en cualquier caso, el sentimiento de igualdad estaba salvaguardado: iguales vinieron, iguales oportunidades encontraron. Y aun cuando a partir de ese rasero común, algunas familias pudieran engendrar un principio de diferenciación económica – si eran más industriosas, más ordenadas en sus cuentas, más perseverantes en el esfuerzo - , esa desigualdad incipiente no podía llegar demasiado lejos ni alterar, por tanto, la esencial homogeneidad de punto de partida que había caracterizado al grupo fundador. De otro modo: no había recursos bastantes en nuestro suelo, como para generar privilegios a delinear clases sociales. No olvidemos que aquel Montevideo de los primeros tiempos había sido fundado más que nada como un apostadero militar para dominar el Río de la Plata en previsión de nuevas incursiones portuguesas. Ningún designio económico había estado en la mira de la autoridad fundadora: en aquel tiempo, los españoles operaban en América con los ojos puestos en las riquezas mineras, y la Banda Oriental carecía notoriamente de ellas. “Tierra sin ningún provecho”, la había llamado un documento oficial de la época, y la frase equivalía a una sentencia: ninguna preocupación que no fuera estratégica movería a los españoles en nuestra Banda. Nuestros habitantes, por tanto, tendrían que conformarse con vegetar en un medio tan desprovisto de incentivos para el colonizador, procurando prosperar en él hasta donde los menguados recursos del lugar se los permitieran. Pero transcurridos sólo cincuenta años desde la fundación, y aquel cuadro se alteró al llegar hasta nosotros la riqueza, y con ella la desigualdad. Todo comenzó el día en que los españoles advirtieron que Montevideo era un excelente puerto natural, el más amplio, seguro y abrigado para los barcos que venían de ultramar. El mejor, sin disputa, de todas estas regiones. Y así fue como el llamado Reglamento de Libre Comercio, dictado en 1778, declaró a Montevideo “puerto mayor”. Esto significó que todos los barcos que vinieran al Plata desde España, o que se dirigieran desde aquí hacia la península, tenían que recalar obligatoriamente en nuestro puerto. De tal modo, Montevideo concentró todo el tráfico naviero de estas regiones. Pero no sólo llegaban los barcos que comerciaban con el Plata, sino también los que tenían como objetivo Perú; pues los comerciantes españoles obligados a remitir mercadería hasta Lima, comprendieron que les resultaba más conveniente, antes que verse obligados a derivar hasta el sur con sus barcos y sortear el Cabo de Hornos, desembarcar la mercadería en Montevideo y proseguir la travesía por tierra.
(Estimados Amigos lectores… los invitamos a seguir con otro de los grandes trabajos de Milton Shinca con RAICES del mes de Julio-2013)
UN FERROCARRIL A LA UNIÓN, OTRO A LA AGUADA
Con estos dos trayectos que hoy se recorren en pocos minutos de ómnibus, se inauguró la prehistoria de los ferrocarriles en el Uruguay. Si bien no pasaron de proyectos en el papel, habían sido aprobados por el Poder Ejecutivo, pero luego fueron a encallar en las Cámaras. Estamos en 1860. Años arduos y plagados de dificultades para un país que no acababa de cicatrizar sus heridas de la prolongada Guerra Grande. Mientras corrían ya ferrocarriles por las pampas argentinas y los valles chilenos, las tierras diezmadas y calamitosas de nuestra República sólo conocían el paso de las consabidas carretas y diligencias, condenadas a traquetear por pésimos caminos. Es entonces cuando un súbdito británico, afincado entre nosotros desde hacía treinta años, elabora un primer proyecto para instalar ferrocarriles en nuestro territorio. Según el plan de Mister John Halton Biuggeln, la línea férrea se tendería entre la Plaza Artola y la villa de la Unión. El fundamento económico de este proyecto era, por cierto, atendible: procuraba evitar que las carretas que venían de la Campaña transportando mercaderías y frutos, tuvieran que penetrar hasta casi la propia Capital, ya que quedaban en la Plaza Artola, punto terminal de sus periplos inacabables. De acuerdo con el proyecto del inglés, en cambio, esa terminal se emplazaría ahora en la Unión, y desde allí las mercaderías se transportarían hasta Montevideo por tren. El proyecto de Mr. Biuggeln fue estudiado por una Comisión del Poder Ejecutivo que aconsejó su aprobación. El Ejecutivo lo hizo suyo y lo envió al Parlamento, pero las dos Cámaras opusieron tantas objeciones, que el mismo proponente prefirió retirar su iniciativa. Por los mismos días apareció un segundo proyecto, pero éste de un francés, Eugenio Pennat. Se parecía mucho al del británico y esgrimía fundamentos muy semejantes; pero en vez de fijar la terminal de la vía férrea en la Unión, monsiur Pennat había optado por la Aguada y el Paso del Molino, lugares donde se establecería el punto de concentración de las enormes carretas con sus cargas y sus bueyes, librando de éstas a nuestra ciudad. Pero el proyecto del francés corrió la misma suerte. Los dos fracasaron en las Cámaras por la misma razón : ambos pedían una garantía del Estado sobre el capital a invertirse; el inglés exigía un diez por ciento, el francés un ocho. Pero las dos ramas del Poder Legislativo entendieron que la situación penosa del país, ya demasiado empeñado, no le permitía afrontar un compromiso semejante. Tendrían que transcurrir seis años más, y alcanzar la República un cierto desenvolvimiento y algún desahogo económico, para que entonces sí pudiéramos inaugurar nuestra primera línea férrea, pero ésta ya lanzada hacia el corazón de la Campaña, no meramente a los aledaños de la Capital. El proyecto fue de un empresario compatriota, Senán M. Rodríguez, y nuestro primer ferrocarril – ingleses mediante – corrió desde Montevideo al Durazno, con escala en Canelones y en Florida.
(Estimados Amigos lectores… los invitamos a seguir con otro de los grandes trabajos de Milton Shinca con RAICES del mes de Junio-2013)
Seis figuras de blanco, de luto
Avanzaba el cortejo por sobre el empedrado de Sarandí. A su paso se detenían sorprendidos los transeúntes; se descubrían con respeto los hombres, se santiguaban las mujeres. Componían el grupo seis jovencitas, casi niñas, ataviadas con vestidos blancos de largo ruedo, la cabeza cubierta por un velo que bajaba hasta los hombros. Abría la marcha, con paso ceremonial, una carroza también blanca, tirada por cuatro caballos de arreos enlutados. El coche, sin embargo, iba vacío. Las seis chicas, detrás de él, eran las que llevaban el ataúd a pulso. Los Montevideanos, curiosos ante el paso de aquella comitiva nunca vista, no tardaron en enterarse de qué se trataba, pues la noticia se iba transmitiendo, veloz, de un transeúnte a otro en breve cuchicheo. La muerta era una niña de familia muy conocida, y aquellas seis – llorosas, cabizbajas – sus amigas más íntimas, que se habían empeñado en conducirla de aquel modo hasta el cementerio mismo. Quisieron llevar ropaje blanco como símbolo de la pureza de la edad. Aquellas chiquilinas de blanco, con su féretro a pulso, dejaron en el aire de la tarde un velo acongojado, quizás hasta poético. No creo que nuestro Boulevard Sarandí haya presenciado jamás otro cortejo semejante, por más que haya sido testigo ocular de tantos lutos, tantos fastos, tantos brillos.
(Estimados Amigos lectores… los invitamos a seguir con otro de los grandes trabajos de Milton Shinca con RAICES del mes de Mayo-2013)
DEVORANDO DIARIOS Y REVISTAS
Montevideo, hace un siglo, publicaba y leía más que hoy. “En términos absolutos y relativos”, como dicen los economistas. Mientras hoy se publica media docena de diarios, nuestra ciudad contaba con diecisiete. Ellos era “El Siglo” , “El Ferrocarril”, “El Partido Colorado”, “La Razón”, “La Tribuna Popular”, “La Nación”, “El Telégrafo Marítimo”, “El Hilo Eléctrico”, “La Colonia Española”, “La España”, “L´ Italia”, “L´ Independiente”, “El Bien Público”, “El Diario” , “El Nacional”, “A Patria” y “La France”. Algunos con tiraje reducido, es cierto; otros restringidos a una circulación entre los paisanos de países extranjeros o sus descendientes. Pero tengamos en cuenta que Montevideo contaba, por entonces, con una población diez veces menor que la actual. A esos diecisiete diarios de aparición regular, hay que sumar todavía toda una nube de periódicos de todo pelo y marca, desde humoristas a religiosos, desde intelectuales a médicos, que suman en conjunto veintidós. Vale la pena repasar sus nombres, algunos pintorescos: El negro Timoteo, La Ilustración Uruguaya, El Indiscreto, los Anales del Ateneo, la Revista de la Sociedad Universitaria, La Revista Forense, El Evangelista, El Bromista, la Asociación Rural, el Boletín de la Sociedad de Ciencias y Artes, el lunes de la Razón, el Eco de Galicia, la Unión Gallega, la España Federal , la Helvecia, el Popular Ilustrado, el Boletín Masónico, la Gaceta de Medicina y Farmacia, el Tipógrafo, la Liga Industrial, la Industria Uruguaya y la Revista Homeopática.
De todas las publicaciones nombradas, la más antigua en aquel momento era el Telégrafo Marítimo, en plena madurez con sus 34 años de existencia. Lo seguía en años El Siglo, que acababa de cumplir su mayoría de edad con 21. Luego El Ferrocarril, un adolescente de 16 años. Los demás no habían salido de la primera o segunda infancia. Por más que pueda aducirse que la mayoría de estas publicaciones tuvo corta vida o circuló poco, aquel Montevideo tanto menos poblado que el actual se nos aparece como un devorador de publicaciones, que entre diarios y periódicos sumaban pues , la friolera de treinta y nueve.
UN RECONOCIMIENTO ESPECIAL A LUIS HARO DOMÍNGUEZ QUIEN ILUSTRA TODOS LOS MESES ESTOS HERMOSOS TRABAJOS DE MILTON SCHINCA (A QUIEN HOMENAJEAMOS DESDE ESTE ESPACIO)
(Estimados Amigos lectores… los invitamos a seguir con otro de los grandes trabajos de Milton Shinca con RAICES del mes de Abril-2013)
PEYNETAS COMO JOYAS
El uso de peinetas y peinetones, que tan característico nos parece de los atuendos femeninos de la Colonia, comenzó a difundirse en las dos ciudades del Plata durante la segunda mitad del siglo XVIII. Al principio eran piezas pequeñas y delicadas, lejos de la desmesurada altura y la complicación de diseño que alcanzarían años después. Tampoco estaban tan barrocamente trabajadas. Eran, en verdad, sencillas y discretas en su conformación y adorno, construidas de carey o de asta. Pero pronto estas peinetas simples, por las que nuestras mujeres comenzaron a demostrar creciente afición, pasaron a reflejar la condición social de las usuarias. Las damas de clase acomodada quisieron que también sus peinetones proclamaran la eminencia de su estatus, y fue así como el escueto carey del comienzo apareció rebrillando de piedras preciosas que se le engastaban con arte, según consta en inventarios y testimonios de aquellos tiempos. Las meras peinetas se encumbraron a auténticas joyas, obra de avezados artífices. En un inventario de 1763, donde figuran muebles y alhajas aportados al matrimonio por una señora de pro, se incluye nada menos que “un peyne con topacios”. Y un documento bastante posterior, de 1822, menciona varias peinetas de carey “y de plata dorada”, guarnecida, y hasta 61 topacios! Ya se ve qué lejos estamos del simple adminículo resuelto con desabrido sentido funcional; ahora se lo ha convertido en un rico signo de exteriorización de quien lo luzca en suntuoso peinado. Montevideo conoció un temprano auge de estas peinetas y peinetones de lujo, debido a que se radicó entre nosotros un artesano de verdadera calidad en su oficio. Don Manuel Mateo Masculino, “buscando amplios horizontes con el objeto de desarrollar sus planes industriales”, se vino a Río de la Plata allá por 1794. Se estableció en Montevideo y aquí instaló su taller en la calle Zabala, que entonces era la de San Francisco, números 154 y 162 , dedicándose a trabajos de platería. Pero sabemos que también realizó para satisfacer los reclamos de la moda del momento, innumerables peinetas y peinetones en carey, asta o hueso, muy finamente trabajados. Muy pocos se conservaron, sin embargo. Se recuerda uno, de hueso cincelado, que formaba delicados dibujos florales, en el cual lucía grabada la inscripción “Masculino Montevideo”, y que conservó por mucho tiempo una matrona muy conocida, doña Jacinta Zorraquín de Domínguez. Digamos que este Masculino, aparte de orfebre estimado, llegó a obtener figuración en la vida social y política de Montevideo. Se casó aquí con doña María del Carmen Moresco, montevideana. Fue miembro del Cabildo en 1814. Del matrimonio nacieron dos hijos, Eufemio y Miguel. El primero alcanzaría notoriedad en nuestra vida pública.
(Estimados Amigos lectores… los invitamos a seguir con otro de los grandes trabajos de Milton Shinca con RAICES del mes de Marzo-2013)
NARANJAZOS EN EL SOLÍS
A pocos días de inaugurado nuestro Teatro Solís, en 1856, ocurrió un incidente que delata por lo menos un grado alarmante de desubicación en ciertos montevideanos de entonces: en plena función de ópera, algunos espectadores arrojaron naranjas como proyectiles. Pero no contra los actores, como podría suponerse, que esta vez no fueron el blanco elegido; sino contra otros sectores del público. Pero contra lo que uno se imaginó desde un principio, no fueron espectadores de las localidades altas los que descargaron su revirado humor contra los de abajo, sino al revés; las naranjas esta vez volaron de abaja hacia arriba, desde la culta platea hasta el plebeyo gallinero. Mientras aquello acontecía con el tumulto que es de suponer, en el escenario del augusto Solís recién inaugurado los atribulados cantantes procurarían no perder pie con su versión del famoso “Rigoletto”. Y era la que actuaba una compañía con figuras de fama internacional, a cuyo frente se lucía una soprano muy celebraba por aquellos días: Sofía Vera Lorini, quien había sido primera figura pocos días antes en la representación de la ópera “Hernani”, con que abrió sus puertas “nuestro primer coliseo”. Este elenco cumplía con toda pompa una temporada de diez óperas en nuestra ciudad, casi todas de Verdi, autor que ya entonces había sustituido al Rossini de unas décadas antes en el favor popular. El episodio de los naranjazos mereció la repulsa previsible de la prensa. Al día siguiente consignaba “El Comercio del Plata” : “Nos parece que los que tiraban las naranjas como los que las recibían, olvidaron el decoro y compostura que debe guardarse en toda reunión pública, y mucho más en las localidades destinadas para ser concurridas por personas de educación”.
No obstante este rasgo de incultura, la plaza musical montevideana en aquellos mediados del siglo pasado no nada despreciable, a juzgar por las figuras internacionales de jerarquía que nos visitaron. Entre otros muchos, Enrico Tamberlinck, famoso tenor; Carlota Patti, soprano; su hermana Adelina, también soprano, etc. Esta última, según la indiscreta noticia de un diario montevideano, “ha adquirido en una joyería de nuestra ciudad unos brillantes por la suma de doce mil pesos oro…” ¡Lo que dan los gorgoritos de “Lucía” y del “Barbero”! comenta el chismoso.
(Estimados Amigos lectores… los invitamos a seguir con otro de los grandes trabajos de Milton Shinca con RAICES del mes de Febrero-2013)
DESTEÑIDO CARNAVAL FAMOSO (Parte I)
Parece que hubo un tiempo, en Montevideo, en que se acostumbraba simbolizar a Momo bajo la forma de un cordero al horno. Se lo paseaba por las calles en procesión – no sé si solemne o bulliciosa - , y al final del recorrido se lo devoraba buenamente en un banquete al aire libre. Desconozco el origen de esta costumbre insólita, que tiene un evidente aire exótico, arcaico y ritual; pero ya en el Novecientos había desaparecido, lo que me parece de veras lamentable. En vez, el Carnaval adoptó por esos años unas formas que le dieron fama perdurable, como que nos han llegado hasta hoy, a través de las versiones de los nostalgiosos que ponen los ojos en blanco cuando evocan aquellas festividades “que no han tenido igual”, según ellos. Basta, sin embargo , revisar algunas fotografías neutralmente testimoniales para que el mito se desmorone, a mi parecer. Son instantáneas de los corsos más lucidos de entonces; los que se celebraban en 18, el Cordón y la Unión. Y allí figuran los carros y comparsas de entonces, los mismos que cimentaron ese prestigio legendario que ha llegado intacto hasta nosotros. Lo primero que llama la atención es la abundancia de grupos exclusivamente femeninos, con sus trajes uniformados, un nombre distintivo, y encaramados en carros. Así, una veintena de chicas disfrazadas de bebas – algunas rollicitas por demás - , componían un conjunto titulado “Rincón Azul”, que desfilaban sobre una jardinera tirada por caballos (parecían satirizar a una sección bastante cursi de ese mismo nombre, que se publicaba en la revista “Rojo y Blanco” y que se dedicaba a describir poéticamente, aunque sin nombrarlas, a “niñas conocidas de nuestra sociedad”). En otro carro, más o menos ornamentado, pasaba un ramillete de señoritas disfrazadas con larguísimos bonetes en punta, como de brujas, y se denominaban “Sonámbulas extralúcidas” ; burla indudable a las prácticas de brujería y adivinación que estaban muy de moda por aquellos días, según pudo verse en otro apartado (“sonámbulas se les llamaba a las videntes, médium, etc. ; esto es, a las que tenían poderes “extralúcidos” , nombre que designaba entonces a las facultades que hoy diríamos “paranormales” , sin que el cambio de nombre sirva para aclarar nada). En otro carro, tirado por un caballo que no podía disimular su profesión verdulera, venía un conjunto, al parecer bullicioso, que se titulaba “Las sin esperanzas” ; mientras que mucho menos graciosas, por su aspecto y el título elegido, parecen “Las más elegantes”, muy empeñadas en desmentir el nombre con que, irónicamente, se bautizaron. En el sector masculino la cosa no mejora. Desde Villa Colón se venían los “Hijos del Trabajo” que , contagiados por semejante nombre, lucían demasiado formales y aburridos. Algo más farristas parecían los “Como quiera”. Pero tampoco los que siguen despiertan los entusiasmos de quien repasa las fotos: ni “Los Caballeros Líricos” ni la “Comparsa de la Escuela de Artes y Oficios” (que designaba, nomás, a la comparsa de la Escuela de Artes y Oficios) , ni “Los Caballeros de la Esperanza”, ni “La Campanilla Lírica”, ni “Los Hijos de la Guarnición” , no los llamados “Ni Nos Conocen”, ni “Los Marinos”, que eran efectivamente marinos, desfilando con su Banda y todo.
(Estimados Amigos lectores… los invitamos a seguir con otro de los grandes trabajos de Milton Shinca con RAICES del mes de Enero-2013)
SIETE GALERAS
Las calles más céntricas de nuestro Montevideo lo veían pasar a cada rato, en los días del 900. Llevaba sobre la cabeza una torre absurda que se bamboleaba al marchar. Una gorra, y encima un kepis, y encima un gacho, y encima una boina, y encima una galera, y encima un bonete; todo le venía bien a este aparatoso bichicome para cubrir un matorral de pelos que se le insubordinaba con la mayor facilidad. El recogía aquellos sombreros rasposos por calles y baldíos; o bien los divertidos montevideanos se los acercaban para acentuar su ridícula facha que era el asombro y el hazmerreir de cuantos lo cruzaban. Barbudo, hosco, mal vestido y peor calzado, cargando siempre un par de bolsas flacas, él marchaba indiferente a las miradas burlonas y a los gritos de los chiquilines que lo seguían repitiendo su apodo certero: “¡Siete Galeras! ¡Siete Galeras!” Aunque muchas más de siete debía llevar en promontorio, según mentas de entonces. Era muy saludador el bichicome. Raro el montevideano que se cruzaba con él sin recibir un ceremonioso “Buenos días” o “Buenas tardes” , acompañado de un sombrerazo cortés que él propinaba con el cubrecabezas más a mano de entre los que coronaban su testa. Y hay quien asegura que, según fuera la calidad del saludado, así era la categoría del sombrero que él trataba de manotear para su saludo: galeras para los paseantes de pro, mera boina para los proletarios. De otros bichicomes de su misma época, algo pudo averiguarse: su nombre completo, su pasado, el por qué de la razón extraviada. Así, de otro célebre mendicante montevideano, Pan Duro, se supo que fue un acaudalado comerciante en el Interior del país, que enviudó dos veces, que arruinó su negocio. Pero de Siete Galeras nadie conocía su historia, ni siquiera la filiación precisa. Y él no hablaba. Caminaba, saludaba siempre, sonreía a veces, no se enojaba nunca, ni ante las burlas ni ante los asombros; pero jamás se le pudo saber trayectoria, ni pedigrí. Hasta que un día desapareció del Centro. Quién sabe si muchos lo notaron. El día en que tipos así dejan de verse, la ciudad lo registra al principio, hasta los reclama alguna vez, los evoca con nostalgia por un tiempo; pero pronto lo olvidan. Así ocurrió con Siete Galeras. Pronto se borró de la memoria montevideana su figura descabellada, su extravagante promontorio. Muy pocos supieron el final. Yo lo averigûe por casualidad, en un libro que recoge anécdotas y ocurrencias del poeta Juan Zorrilla de San Martín, contadas por su hija. Parece que Siete Galeras solía llegar en sus andanzas hasta Punta Carretas, golpeaba el portón de la casa del poeta y preguntaba:
“Doctor, ¿ no tiene un poquito de yerba para el mate? ¿Y un poquito de caña de la buena?”
Y allá salía don Juan a servirle la copita y a prosear un rato con el bichicome. Y un día se supo que llegaron parientes de España a llevarse de vuelta a Siete Galeras. Era un pobre loco que se había fugado de su casa, allá en la Península, mucho tiempo atrás. Y hasta parece que era de familia de cierto lustre en sus pagos. Por lo menos, “un aire de nobleza” notaron en él quienes lo conocieron, por debajo de los andrajos, las galeras y el mutismo hosco.
(Estimados Amigos lectores… los invitamos a seguir con otro de los grandes trabajos de Milton Shinca con RAICES del mes de Diciembre-2012)
SE RIFAN DOS ESCLAVAS DOS
Ignoro qué edad exacta tendrían, pero supongo que deberían ser dos morenas ya entradas en años, tal vez inservibles para los menesteres pesados del hogar. O de lo contrario, su ama había entrado en tal estado de necesidad, que ya no podía mantener a sus dos esclavas, Felipa y María . El hecho es que, por un motivo o por otro – o por ambos a la vez - , doña Bernarda Castilla decidió desprenderse de sus dos servidoras. Y tuvo una idea quizás genial para la época, si es que el procedimiento fue invento de ella; en vez de sacarlas a vender, como era la costumbre, las rifó. No se conoce qué mecanismo se siguió para el sorteo, ni cuántos que salió favorecida, que ésa si se conserva: fue el 1040, dato que puede resultar inestimable para los afectos a las cábalas. Pero a pesar de que el 1040 había sido adquirido, y de que se esperaron todos los plazos de rigor, nunca apareció el feliz propietario del billete. No se sabe si por omisión, desatención o desdén hacia el abultado premio que le había tocado en suerte. Se ve que doña Bernarda estaba dispuesta a desprenderse de todas maneras de sus dos esclavas. El hecho es que al no presentarse el triunfador, decide “ponerlas a disposición del Gobierno”. Dicho de otro modo, las arrojó sin mucho miramiento a la calle. El Gobierno, por su parte, ante aquel presente griego, tampoco supo mucho qué hacer con las pobres morenas y resuelve pasarlas “por vía de depósito” – dice textualmente la disposición oficial – al Hospital de la Caridad para que vayan a prestar servicios allí, presumiblemente de limpieza. Esto ocurrió en 1827. Tres años después, se juraba la primera Constitución del flamante Estado uruguayo. Entonces las dos esclavas, seguramente asesoradas por alguien entendido en leyes y jerga jurídica, se presentaron al Poder Ejecutivo argumentando “respetuosamente” que “cuando va a llegar el día augusto en que va a jurarse la Constitución (el oficio es de fecha 15 de julio del 30) y cuando se proclaman los derechos de los orientales, que ese día sea también en el que nosotras recobremos lo que nos dio la naturaleza, por creer que el modo más digno de solemnizar el nacimiento de una República es dar públicamente la libertad a dos infelices esclavos”. No pequeño conflicto se le planteó al Gobierno con este petitorio, pues no se veía con precisión qué legislación debía aplicarse en el caso. Se pasa entonces el asunto a informe del Fiscal de Gobierno que lo era don Antonio Pereyra. Y éste produce su dictamen, que no dejará de estar salpicado de los correspondientes latines, siempre tan vistosos, y que atestiguan irrefutablemente la versación forense del magistrado. Perora éste así, con petulancia profesional y sintaxis toda sic : “El Fiscal nombrado dice que considerados los esclavos como cosa, las suplicantes , estando al relato de su escrito e informe marginal, habrían caído por derecho natural y común en la clase de bienes “nullius” que son “primi ocupantes” y entraron en el patrimonio de este Estado por regalía general, si sus mismas leyes actuales no los consideran como personas. Las suplicantes no pertenecen desde hace tiempo a sujeto alguno, no tienen amo ni señor, y al darse actualmente por tal este Estado, después de haberse manifestado tan favorable a la libertad de los esclavos que hasta cierto punto lo antepuso al derecho de propiedad, fuera inconsecuencia reprobada por la naturaleza, forma, principios y espíritu de su gobierno. Así que si Vuestra Excelencia reconociese que al Estado no compete, respecto a las personas, la antedicha regalía, María y Felipa, esclavas que fueron de doña Bernarda Castilla, no tendrán señor, y para ser libres no necesitarán más que dicho reconocimiento”…
(Estimados Amigos lectores… los invitamos a seguir con otro de los grandes trabajos de Milton Shinca con RAICES del mes de Noviembre-2012)
MONTEVIDEO, SUPERMERCADO DE ESCLAVOS (Última Parte)
…las morenitas jóvenes, mientras, hacían de mucamas y niñeras, zurcían ropa, cebaban mate y lo acarreaban de un matero a otro; y también llevaban los “recados” de la familia y acompañaban a sus amas a misa o a hacer las compras. Cuentan que en el año 1803 era tal el número de negros que habitaban en nuestra ciudad, que llegaron a constituir la tercera parte de la población. Eso sin contar a los que estaban de paso. El intenso tráfico de esclavos no dejó de crearle problemas a Montevideo. Problemas sanitarios, por lo pronto. Muchos negros, después de un viaje desde África en condiciones tan afligentes, llegaban a Montevideo enfermos, “cubiertos de sarna y otros males capaces de infectar a la parroquia”. Y así ocurrió, en efecto, más de una vez. De ahí que el Cabildo montevideano se dirigiese al Gobernador solicitándole la adopción de medidas sanitarias rigurosas. Se creó entonces una Junta de Sanidad con el cometido de visitar las naves no bien éstas arribaban. La componían el Gobernador mismo, un Regidor, un Cirujano y un Escribano, que subían al barco a inspeccionarlo en cuanto atracaba. Más adelante se estableció cuarentena rigurosa para los navíos negreros. Y por último se dispuso que los esclavos recién llegados no permanecieran dentro del recinto de la ciudad, a cuyo efecto se construyeron depósitos o galpones en extramuros; uno de ellos en el actual Capurro, otro a la altura del Arroyo Seco, con capacidad para albergar a unos mil esclavos por vez. Fue el llamado popularmente “caserío de los negros”. Los morenos se reponían allí del terrible viaje, se sometían a un tratamiento de baños de mar para curarse de las lacras, y recuperaban un poco de forma para ser presentados en el mercado. Este “privilegio” de nuestra ciudad cesó de hecho al producirse la revolución independentista de 1810 en Buenos Aires. En ese momento se interrumpió la vinculación comercial de Montevideo española con esa ciudad; y un año después, cuando la insurrección oriental se extienda por nuestra Campaña, nuestros comerciantes ya no podrán encaminar su mercadería humana hasta los mercados del Alto Perú y Brasil. El tráfico esclavista quedó así asfixiado sin remedio, condenado a la ruina, con la aflicción consiguiente de los aprovechados mercaderes montevideanos.
(Estimados Amigos lectores…con esta segunda parte terminamos con Montevideo, supermercado de esclavos…los invitamos a seguir con otro de los grandes trabajos de Milton Shinca con RAICES del mes de octubre-2012)
MONTEVIDEO, SUPERMERCADO DE ESCLAVOS (Parte I)
Un título triste ostenta Montevideo entre tantos recordables y honrosos: el haber constituido durante la Colonia el centro de comercio esclavista en todas estas regiones del Continente. La Corona española “distinguió” a nuestra ciudad con el infamante privilegio de concentrar aquí y monopolizar el tráfico de la mercadería negra traída desde África. Montevideo surtía de ella a todo el Río de la Plata, Chile y Perú. Nuestros mercaderes se enriquecieron con este tráfico; y de allí arranca la fortuna y posición social de muchas familias de renombre en nuestro pasado (y presente).
El negocio de nuestros mercaderes era redondo: en los mismos barcos que llegaban de África trayendo esclavos, ellos cargaban cueros, tasajo, crines, sebos, grasas, harina, que vendían a buenos precios en Brasil, Inglaterra y otros mercados. Un solo dato dará idea de la importancia adquirida por este tráfico esclavista: se calcula que hasta los alrededores de 1810, habían llegado a nuestro puerto unos 20 mil esclavos africanos, los más de ellos en tránsito, con un valor global de comercialización cercano al millón de pesos, cifra astronómica para aquellos tiempos. El valor de cada esclavo variaba grandemente según su fortaleza física, estado de salud, habilidades de trabajo que poseyera; pero su cotización media era de unos 400 pesos fuertes. Los esclavos que aquí quedaban, eran destinados a los trabajos pesados en la ciudad o a peones en la campaña.
Lo primero que hacía el particular que compraba un esclavo era darle un nombre y apellido. Pero esto no era, por cierto, una distinción que se le otorgaba al infeliz así bautizado, sino que se buscaba con ello garantizar la posesión del nuevo “objeto”. Para ello se firmaba un recibo donde se consignaba el nombre del moreno, si era sano o enfermo, si tenía algún defecto físico: tuerto, rengo o manco, o si llevaba alguna cicatriz o señal en el cuerpo que lo distinguiera. Los esclavos varones eran dedicados a los trabajos más rudos, como queda dicho, y percibían como única retribución la comida y algunos trajes viejos de los patrones. Las morenas mayores realizaban las tareas de cocina y el lavado de toda la ropa de la casa. Allá marchaban cada tanto, cargando los atados sobre la cabeza y la batea bajo el brazo, en dirección a La Estanzuela (actual Parque Rodó) o a los pozos de la Aguada, cuidándose de que no se les viniera encima la noche porque se les cerraban los portones de la ciudadela, yo había tu tía.
(Queridos amigos , hasta aquí ofrecemos la primera parte de esta linda historia, con RAICES de Setiembre-12 continuamos con su segunda parte…nos vemos)
Ingleses propasados e ingleses caballeros
Tras la toma de la ciudad a sangre y fuego, cayó sobre Montevideo una nube de mercaderes, que había estado aguardando la caída de nuestra plaza en un sinnúmero de embarcaciones apostadas en el Puerto. Los recién llegados se ubicaron como mejor pudieron en los lugares más inverosímiles de la ciudad: casamatas de la Ciudadela, hoteluchos, fondines, piezas alquiladas. Y pronto desplegaron sus telas y mercaderías no conocidas aquí, que habrían de despertar la curiosa avidez de nuestros pobladores. Pero más que nada fueron los comerciantes montevideanos los que se encandilaron con aquel bazar nunca visto que les abría la posibilidad de pigües negocios, consistentes en comprar a buenos precios esos artículos, y revenderlos mucho más caros en otros puntos de la Provincia y del Virreinato; mientras que, a la par, ellos colocaban ventajosamente sus propios productos, que los británicos les compraban con dinero constante y sonante. No pasó mucho tiempo, antes de que los negociantes montevideanos se sintieran encantados con la visita. Un día, unos mercaderes ingleses se propasaron en la calle con unas damas. El hecho bastó para que al día siguiente apareciese un bando del gobernador militar, redactado en inglés y en español, y que fue fijado en las calles : “El comandante de esta plaza, teniendo noticias de que algunas señoras españolas han sido insultadas en las calles por personas que se apellida negociantes, y siéndole a dicho Señor muy extraño una acción tan impropia del carácter de la nación inglesa, hace saber al público que las patrullas militares tienen orden de capturar a toda persona que tenga la vileza de cometer semejantes atentados contra el decoro de las señoras que pasean en las calles, y ordena que sean rigurosamente aprisionadas en la Ciudadela de esta plaza”. Uno hasta cree ver la reverencia agradecida de las damas montevideanas ante su caballeresco protector… Pero este bando señala, en tono menor, lo que fue el clima de las relaciones entre británicos y montevideanos durante los meses de la ocupación. Ya se sabe que los ingleses venían en tren de congraciarse con nuestra población y su política premeditada e inteligente fue la de instaurar un sistema amable y civilizado hasta donde lo permitía el carácter militar de la ocupación. Pasados los horrores inevitables de la toma por la fuerza, durante los días siguientes comenzó a entretejerse un “status” apacible y armónico entre invasor y doblegado, que a poco terminaría en una amplia cordialidad de relaciones.
ULTIMA PARTE
…nuestro Cabildo fue respetado y tenido en cuenta por el ocupante cada vez que surgía algún problema de interés común. Así, por ejemplo, las naves de la Iglesia Matriz habían sido destinadas para servir de hospital a los heridos ingleses, pero el espacio dispuesto era escaso para el elevado número de internados allí. Entonces la autoridad ocupante se dirigió al Cabildo y le solicitó cortésmente que le buscara solución al problema, habilitando con tal fin la casa del marqués de Sobremonte, en la calle de San Diego. Inclusive, como algunos heridos se quejaran de la falta de aire, el gobernador Gore Browne propuso la apertura de ventanas al exterior, lo que fue resuelto favorablemente por nuestro Cabildo. Y asimismo, al producirse el fallecimiento de algunos heridos, los ingleses solicitaron autorización, y la obtuvieron, para enterrarlos dentro del recinto de la ciudad, a cuyo efecto se habilitó el llamado Hueco de la Cruz. Inversamente, a veces fue el Cabildo el que debió dirigirse a la autoridad ocupante en procura de alguna demanda, también cortésmente atendida; aun tratándose, como en un caso ocurrió, de un asunto de interés militar para los ingleses. En efecto, el General Auchmuty había resuelto que fueran demolidas algunas edificaciones situadas fuera del recinto fortificado, en previsión de ataques que pudieran producirse. Pero ello supondría un cuantioso perjuicio para el vecindario, razón por la cual el Cabildo medió ante la autoridad británica solicitándole que dejara sin efecto lo ordenado. Y ésta accedió sin demora, a pesar del carácter estratégico de la medida. Alguna vez, sin embargo, se generó algún rozamiento entre la autoridad ocupante y la montevideana. Así, con motivo de la fiesta religiosa de Corpus, la más importante que se celebrara en nuestra ciudad, la jerarquía eclesiástica dispuso que ese año, daba la diferencia de creencias con el inglés, se omitiera la habitual procesión por las calles, que era seguida con gran pompa por cabildantes y pueblo; y que en cambio todos los oficios se realizaran dentro de la Matriz. Pero ocurrió que, mientras se estaba en plena celebración, con la iglesia concurridísima y los fieles entregados a la solemnidad de los actos religiosos, irrumpieron varios soldados ingleses, con gestos y actitudes que fueron interpretados como irreverentes y de burla hacia la religión. Enterado nuestro Cabildo del episodio, se produjo en su seno gran conmoción, y se resolvió dirigir una nota muy airada a la autoridad ocupante. En ella se decía que aquellos soldados “no podían hacer mayor desprecio si hubiesen entrado en una casa de rameras públicas”. El oficio fue dirigido al nuevo generalísimo británico, Whitelocke, pero no le cayó bien a éste, quien se limitó a contestarlo secamente haciendo saber por intermedio de su Secretario, el Coronel Torrens, que ya se habían dado dictados precisos para que esos desórdenes no se repitiesen, pero puntualizando, respecto a la nota recibida, que “su estilo era más propio para irritar que para conciliar”. De todos modos, muy pequeño temporal en medio de aquellas aguas encalmadas que fueron las de la ocupación británica durante los pocos meses que se ejerció en Montevideo.
UN PAJARRACO EN PLENA CALLE (Parte I)
Una tarde de 1912, ahí nomás, en Constituyente y Defensa, se abre la puerta de un barracón, y aparece de adentro un sujeto armado con un serrucho. Con energía se pone a serruchar la madera del mismísimo portón de entrada, ensanchándolo. El vecindario sigue con asombro la operación, a pesar de que ya está habituado a las “chifladuras” del serruchador. Y al rato nomás, con la ayuda de cuatro amigos, aquél extrae del fondo del corralón un estrafalario pajarraco con dos alas extendidas, tan anchas que no hubieran podido trasponer la puerta si no fuera por la serruchada. El enorme y desgarbado bicharraco queda depositado en la vereda, ante la mirada estupefacta de los cien testigos que se habían agolpado esperando, sí, algo insólito por provenir de aquel hombre extravagante; pero jamás la aparición de semejante estructura de alas tendidas y una retorcida hélice en la nariz. Quedaba develado el misterio de tantos meses de oír el vecindario golpeteos misteriosos y rugidos de motor inexplicables. El gestor de aquel artefacto iba y venía, pulsando un alambre acá, golpeando una chapa allá, perfectamente ajeno a los cuchicheos de los mirones. Imperturbable, extrajo un modesto inflador de bicicleta – ni más ni menos - , y con él le dio aire a los dos neumáticos de moto que, según los tensores que él mismo fabricó con el alambre más resistente que pudo comprar en la ferretería de la esquina. Controló el aceite del motor Anzani, de 35 caballos de fuerza, y cuando comprobó que todo estaba en orden, echó mano a un tarro y un pincel. Mientras aguardaba al carro de caballos que había contratado para remolcar a su artefacto hasta la Barra de Santa Lucía, Francisco Bonilla se puso a pintar en el fuselaje de su avioneta casera el nombre con que la había bautizado: pomposamente, “Uruguay I” . Es que aquel pionero tenía clara conciencia de que iba a consumar un acontecimiento que se inscribiría en la historia técnica y deportiva de nuestro país (con tal de que las cosas le salieran como había previsto). Llega el carro esperado, amarra a él al Uruguay I, y allá parte el cortejo, despedido por las aclamaciones burlonas de todo el vecindario. Era un hermoso domingo de abril. Después de quién sabe cuantas horas de trotar aquel carro, Bonilla llega con su avioneta a los campos de Sanguinetti, en la Barra de Santa Lucía. Dos amigos lo acompañan, dispuestos a auxiliarlo. Colocan en posición la avioneta, los dos amigos le sujetan las alas, Bonilla – emocionado y anhelante – da hélice, y el motor, contrariando todos los escepticismos, se puso a rugir…
(Queridos amigos , hasta aquí ofrecemos la primera parte de esta linda historia, con RAICES de mayo-12 continuamos con su segunda parte…nos vemos)
UN PAJARRACO EN PLENA CALLE (Parte II)
…el pionero, apurado, se calzó el gorro, se colocó ante sus ojos un par de antiparras y se envolvió el cuello con una bufanda blanca: así era el equipo de aeronavegar. Ocupó su sitio, tuvo tiempo de esbozar un saludo a sus amigos, apretó el acelerador y ¡oh milagro! El monoplano casero se puso en marcha, ante el asombro de los dos testigos que jamás había creído en la viabilidad de semejante intento. Corre el avioncito unos trescientos metros, y cuando ya parece que va a cumplir su destino de pájaro, se inclina peligrosamente hacia un costado, la hélice tropieza contra un peñasco, se hace añicos, y el Uruguay I se clava de punta contra el suelo. El aparatito, fruto de tantos meses de desvelos, quedó destrozado en un segundo. Cualquiera se hubiera desanimado ante el traspié. Bonilla en cambio, callado la boca, se volvió a su barracón de Constituyente y Defensa, y después de reparar el portal serruchado, se encerró otros seis meses, dispuesto a fabricar el Uruguay II. Pero
el pionero estaba perplejo: no sabía a qué atribuir el desperfecto que lo había hecho fracasar. De valía empezar de nuevo, sin antes no descifraba el enigma técnico. Y aquí la suerte vino a ayudarlo: por esos mismos días llegó a Montevideo otro enamorado de la aviación, pionero como él; un francés, Edouard Monnard, que traía consigo un tesoro inestimable para Bonilla: los dos últimos números de una revista especializada francesa. Y allí nuestro aviador encontró la clave que le faltaba: aprendió a subsanar su error, y se puso manos a la obra sin demora. Recién para la Navidad de 1912 estuvo concluido el Uruguay II. Pero en lugar de probarlo en seguida, Bonilla prefirió desafiar a la superstición, tentar al diablo: esperó, expresamente, a que llegara el 13 de enero de 1913 (día de su cumpleaños, por lo demás). Y fijó la hora de su segunda tentativa : las 13.
La cábala le dio resultado: esta vez su nueva avioneta levantó vuelo muy oronda, entre el agitar de sombreros y pañuelos alborozados de sus acompañantes, que no podían creer lo que estaban presenciando. Bonilla ganó altura, se divirtió un rato surcando los aires, y luego se posó en tierra con toda limpieza. Tal cual lo vislumbrara Bonilla, aquella hazaña sería histórica, como que marca uno de los jalones fundamentales de nuestra aviación. A partir de ese momento, el renombre de Bonilla traspasa fronteras. El notable aviador argentino Jorge Newbery lo lleva con é a Buenos Aires, a fin de que reciba instrucción especializada en la Escuela de Aeronáutica que acaba de fundarse. En 1914 obtiene Bonilla su brevet de piloto internacional, y el Gobierno argentino le otorga el título de “precursor de la Aviación Argentina”..
CARNICERIAS AMBULANTES
En el primer Montevideo no había, en rigor, carnicerías establecidas en un lugar fijo. La carne venía de extramuros en carreta, y el carnicero se instalaba en cualquier esquina con su vehículo cargado. Las compras solían hacerlas negras esclavas, que llegaban hasta la carreta del carnicero con sus “tipas” : canastas de cuero o de junco, que fabricaban los mismos morenos. En aquellos dichosos tiempos no había necesidad de sierras, serruchos o balanzas. La carne se cortaba a hachazos y a ojo de buen cubero. El carnicero – que era siempre un gaucho que llegaba a la ciudad con su chiripá, su calzoncillo con flecos y sus botas de potro - , tendía un cuero cualquiera en el suelo, y sobre él colocaba los pedazos de res a vender. El hachazo a veces resultaba demasiado violento, y podía suceder que traspasando la pulpa, llegara a cortar el cuero que servía de improvisado mostrador. La carne quedaba así enchastrada con barro, o pegoteada con mechones de pelo del mismo cuero; pero nada de esto merecía el menor reparo del comprador, quien recogía sin más su pieza de carne, pagaba y se marchaba. ¿Sin pesar la mercadería? Por cierto. Era tan barata la carne entonces, que a nadie le importaba unos gramos más o menos. El kilo costaba apenas unos vintenes. Y eso que sólo se vendían los trozos más selectos. Los restantes, deleznables, son los que en la actualidad nos atrevemos, con suerte, a conquistar de vez en cuando: pero por aquellos días se los arrojaba a los perros porque no se consideraban dignos de cristianos. Cuando llegaba la noche, la venta de carne no se interrumpía. El carnicero iluminaba su comercio con un método rudimentario, hoy lujoso: practicaba un agujero en un pedazo de pulpa, e incrustaba la vela de sebo en aquel singular candelero…
PRESIDIARIOS POR BOULEVARD SARANDÍ
Hasta mediados del siglo pasado era común ver presidiarios por la calle, en las inmediaciones del Cabildo donde funcionaba la lóbrega prisión de entonces. Presos custodiados, claro está, y realizando trabajos de utilidad comunal : barriendo calles y aceras con escobas de ramas, o esparciendo sobre ellas agua con regadera para evitar que se levantara polvo, más que nada en las sequedades del verano. Pero éstas eran las tareas de los presos por penas leves. A los que estaban condenados por delitos graves, en cambio, se les imponían trabajos pesados. Arreglaban calzadas sin pavimentar, rellenaban pozos, etc. Y como eran delincuentes considerados peligrosos, se los llevaba arrastrando cadenas o grillos y con guardia reforzada.
Este cuadro de hombres macilentos y engrillados despertaba la conmiseración pública, y eran muchos los curiosos que se agolpaban en las aceras para contemplar el triste desfile. Oportunidad que los presidiarios aprovechaban para implorar la caridad pública. “Una lismosnita para este pobre preso”, se oía al paso el penoso cortejo; y muchos transeúntes se compadecían y les daban alguna limosna, porque no ignoraban que la condición de los presos era en verdad afligente. Lo mismo ocurría cuando se transitaba por la calle Sarandí, junto a los muros del Cabildo: era frecuente que se oyera implorar por una limosna y apareciera una mano reseca a través de las rejas de las ventas más bajas, donde se alojaban reclusos por faltas graves. Estos presos eran sacados a la calle a cumplir además una función poco simpática: se encargaban de exterminar a los perros sueltos que andaban por Montevideo. Salían provistos unos de lazos y otros de fuertes palos, y ultimaban a los animales en plena vía pública a garrotazo limpio. Para evitarle al vecindario este espectáculo penoso, los presos iniciaban su ingrata tarea no bien aclaraba, y la finalizaban a las ocho de la mañana. Sólo operaban durante los meses de primavera y verano, porque la gente de aquella época creía que únicamente en estas estaciones podía estallar la rabia entre el perrerío. Andando el tiempo, estos métodos bárbaros se volvieron un poco más civilizados: en vez el garrote brutal, se emplearon buenos pedazos de carne, donde se escondían, taimadas, píldoras de estricnina…
NO MAS DE SEIS AZOTES
En la escuela montevideana que funcionaba poco antes de inciarse la insurrección oriental, la asignatura que más parecía preocupar a las autoridades era la ortografía castellana, que los niños debían aprenderse de memoria. Pero también el Preceptor les enseñaría buenos modales y estilos de crianza, y les infundiría un santo temor de Dios. Según la enseñanza que el niño recibiera, así era la tarifa que su padre debía pagar: “un peso por cada muchacho que esté leyendo, dos pesos por los que escriben” , y tres por los que, además están aprendiendo alguna ciencia. Todo eso sin perjuicio de lo que cada familia quisiera aportar voluntariamente a la Escuela. Pero no sólo podían concurrir niños pudientes. El Cabildo de Montevideo disponía en este 1809 que el Maestro debía admitir a los niños pobres, sin exigir de sus padres ninguna clase de estipendio; y les enseñará del mismo modo que a los ricos, dándoles gratis tinta, papel y plumas. El único requisito era que las familias probaran ante el Cabildo su indigencia. En cambio era una escuela discriminatoria y racista: el Maestro no permitirá que se mezclen los hijos de padres españoles con los de negros o pardos, ni aún cuando los padres españoles lo consientan…
Al igual que hoy, la escuela podía ocuparse de ir a buscar a los chicos hasta sus casas y devolverlos al terminar la clase. Este servicio costaba cuatro reales por mes, y lo realizaban dos ayudantes del maestro, que estaban a cargo de la disciplina en las clases. No había entonces asuetos ni vacaciones, salvo los días festivos. El maestro tenía la obligación de llevar a los chicos a misa todos los días, así fueran de trabajo o de fiesta; y hacer que se confesaran los días de jubileo. En cuanto a “la policía y el buen orden de la escuela” , aquel Cabildo de 1809 dictó algunas normas que atemperaban en algo el rigor de los métodos de entonces, pero subsistían los castigos corporales. Todos los sábados, el maestro debía leerles a los chicos reunidos las normas disciplinarias para que después no pudiesen alegar que las ignoraban…
LOS INGLESES Y LAS PULPERIAS
El ocupante británico tuvo que vérselas en Montevideo con un enemigo que no había previsto, y que llegó a crearle comprensible preocupación: las pulperías. Parece que ya entonces proliferaban en nuestra ciudad los lugares de bebidas; y ello resultó una tentación demasiado poderosa para los soldados ocupantes, que transitaban por nuestras calles y se veían solicitados a cada cuadra por algún mostrador acogedor, donde podían probar aguardiente, “rhum de Brasil”, cachaza….Y como Montevideo se encontraba atestado, además, de activos mercaderes británicos para quienes no regía el freno de la disciplina castrense, puede suponerse hasta qué punto los soldados se verían tentados por el sentimiento de emulación, al ver a sus desprejuiciados compatriotas libando sin ningún control. La autoridad militar inglesa se vio enfrentada a repetidos casos de indisciplina, y hasta se dice que se produjeron deserciones entre los más afectos al alcohol. No habrá sido pequeña la preocupación de los jefes, porque a poco resolvieron tomar cartas en el asunto; y lo más expeditivo que se les ocurrió fue castigar a las pulperías con un fuerte impuesto; 120 pesos anuales, con los cuales pensaban reducir drásticamente su número.
La reacción de los afligidos pulperos no se hizo esperar, recurriendo contra aquella medida draconiana a la que calificaron de “carga insoportable”, en una reclamación elevada al Cabildo. Y éste, por su lado, tomó partido a favor de los pulperos abrumados, dirigiéndose por oficio al Comandante británico, donde formulaba una serie de sesudas reflexiones. Hacían notar los cabildantes que el monto del impuesto recaería sobre el precio de los artículos más necesarios para la población, como pan, grasas, aceites, “minestras”, jabón, velas, leña, carbón; con lo cual el perjudicado sería el consumidor.
LAS DAMAS FUNDAN UN HOSPITAL DE SANGRE
A poco de iniciada la Guerra Grande, el general Paz, a cargo de la defensa militar de Montevideo, le propone a la esposa del general Rivera, doña Bernardina Fragoso, la fundación de un hospital de sangre, cuyo funcionamiento y manutención estaría a cargo de una entidad compuesta por señoras. Doña Bernardina acepta la propuesta y convoca a una reunión de damas conocidas a fin de asociarlas al proyecto. El 23 de marzo de 1843 se realiza dicho acto, con asistencia de numerosas señoras, que se adhieren con entusiasmo a la idea de constituir la sociedad. Se funda ésta con el nombre de Sociedad Filantrópica de Damas Orientales, y se designa su primera Directiva. Es nombrada presidente doña Bernardina Fragoso, y las restantes autoridades recaen sobre las esposas de los más conocidos pro hombres del Gobierno de la Defensa: las señoras de Suárez, de Vázquez, de Durán, de Muñoz, de Pereira. Como primera medida, todas las damas asistentes contribuyeron en el mismo acto con la suma de cien patacones cada una. Se estableció que la nueva institución se compondría de socias, que debían pagar una cuota mensual de una onza de oro. El gobierno aprobó de inmediato la constitución de la sociedad y procedió a asignarle un lugar al nuevo hospital de sangre: algunas habitantes y oficinas del despacho del Presidente de la República en la Casa de Gobierno, y algunas dependencias del Ministerio de Guerra, en el ángulo suroeste del edificio del Fuerte. La Sociedad de Damas Orientales comenzó de inmediato su labor, que abarcó múltiples aspectos. Merced a su diligencia, el nuevo hospital empezó a funcionar a los pocos días con un total de 60 camas. Cada señora, aparte de la contribución en metálico antes señalada, donó géneros, comestibles, medicamentos. En sus casas preparaban junto a sus familiares vendas e hilas. Realizaban labores, que luego eran vendidas a beneficio del hospital, con cuyo fin se fundaron varios bazares de beneficencia…
PRIMER TEATRO DE AFICIONADOS
En tiempos del Gobernador del Pino, un navío de la marina española atracó a nuestro puerto. Entre la oficialidad de este barco se había constituido un conjunto teatral, que divertía a sus compañeros - y se divertían sus integrantes- representando una comedia cómica. Se enteran los montevideanos, y ya no los detiene nadie: no descansarán hasta conseguir que bajen a tierra “los cómicos” (como se les decía entonces a los actores) a representar su comedia. Pero sucede que Montevideo, por entonces, no contaba todavía con ninguna sala teatral. Así que se improvisa un escenario en la misma Plaza Fuerte (donde hoy tenemos la Plaza Zabala) , y allí se presentaron los alegres oficiales españoles con ruidoso éxito. Tan ruidoso fue, que a alguien se le ocurrió que ya era hora de que Montevideo contara con un teatro. Ese alguien fue don Manuel Cipriano de Melo, hombre emprendedor y de visión, a quien se le puso entre ceja y ceja edificar una sala en un plazo corto. Y lo logró. Gracias a su empeño, Montevideo no demoró en inaugurar su primer teatro, que se llamó la Comedia, o Casa de Comedias, y que estuvo emplazado donde hoy se levanta el Palacio Taranco. De este modo merece ser recordado aquel elenco de divertidos oficiales españoles, cuya pasada por nuestro puerto dio origen a una vida teatral estable en Montevideo, y sirvió de remotísimo antecedente a lo que fue después un teatro no profesional entre nosotros, cuyos integrantes , hoy, con seguridad , ni sospechan que provienen de marinos alegres de la época colonial.
DOS BARRICAS DE CERVEZA Y UNOS MINUETOS
Tuvimos baile en Montevideo celebrando la instauración del gobierno artiguista, a poco de entrado Otorgués con su fuerzas en la Plaza. Se conserva un modesto testimonio de estos festejos; apenas un rústico papel firmado por un pulpero donde consta la relación de los gastos que demandó el baile, nada fastuoso por cierto. Así nos enteramos de que se consumieron dos barricas de cerveza; y que 87 pesos cobró don Domingo Artayeta “por el delicioso refresco servido a los concurrentes” . No sabemos en que local preciso tuvo lugar el baile, pero si en cambio que piezas bailaron nuestros vecinos y vecinas: “minuetos, schotis, polkas y mazurkas”. Y a los músicos hubo que pagarles 34 pesos por su actuación de la noche. El total de gastos ascendió a 199 pesos o patacones. Cantidad no demasiado considerable, pero que por cierto no iba a pagar el indigente gobierno artiguista; así que tuvieron que cotizarse los mismos concurrentes. Pero no fue nada fácil cubrirla entre todos, pues la suscripción permitió amortizar apenas 73 patacones. Para completar el resto hubo que hacer una segunda colecta de apuro entre los más dispuestos; y vemos que “se pusieron” los siguientes: el propio Gobernador Otorgues, 30 patacones; don Prudencio Murguiondo, 14; don Juan María Pérez, 12 ; don Juan Correa, 14; don Juan Ponce, (Secretario del Cabildo) , 12 ; don Felipe Reilly, 14 ; don Bartolo Hidalgo (el poeta) , 4; don Julián Álvarez, 2 ; don Domingo Artayeta, 10 ; y don José Monjaime, 2 El papel donde constan todos estos detalles de aquel baile patriótico aparece fechado el 18 de abril de 1815, y lo firma el pulpero andaluz Juan Ponce, que acaba de aparecer como cotizante en la colecta. En medio de estos apurones, ningún poderoso de Montevideo se ofreció a correr con los gastos. Los más de ellos estaban metidos en sus casas, disgustados con la nueva situación.
TERREMOTO
Un fenómeno nunca bien explicado ocurrió por estas regiones en los meses de agosto y setiembre de 1844. La primera vez fue en la tarde del 9 de agosto, a eso de las seis. Se sintió un estruendo subterráneo, un potente tronar, acompañado de estremecimientos del suelo. Nadie dudo entonces de que aquello había sido un terremoto, y así se lo califico repetidamente en la prensa y en escritos de la época. Sin embargo, dada la estructura geológica de nuestro suelo, se considera poco menos que imposible que ocurra un movimiento de tierra en estos parajes; en cuyo caso queda sin explicación el fenómeno. Los curiosos de estos temas pueden consultar el diario montevideano “Comercio del Plata” o el diario del gobierno del Cerrito, “El Defensor de la Independencia Americana” , donde abundan referencias al extraño suceso, que al menos no produjo victimas ni daños de importancia, aunque si un buen susto, como es comprensible : “…causando entre sus habitantes la sorpresa que era natural, a vista de una novedad física tan inesperada y terrífica, cuyos efectos suelen ser fatales”. A tal punto impresiono el fenómeno que aun bastante tiempo después seguía dando que hablar, a raíz de la aparición de unas misteriosas piedras, de origen no bien explicado, en las cercanías del arroyo Solís. Relata el diario del Cerrito : “Poco tiempo después del terremoto del día 9 de agosto (como veinte y cinco y treinta días según estamos informados) empezaron a salir en la costa inmediata al Arroyo de Solís algunas piedras de un color moreno oscuro, que por lo pronto, ya por razón de ser en muy poca cantidad, y por poco frecuentado aquel paraje , no llamo mucho la atención, y aunque algunas personas se fijaron en ellas, como que visiblemente era una sustancia extraña entre las que en general se encuentran en las playas, no creyeron que fue de alguna importancia examinar su naturaleza. Pero habiéndose observado después por los Comandantes de las partidas militares que recorren aquellos parajes , que el mar iba arrojando diariamente porción de esas misma piedras, extendiéndose por la costa en una distancia como de cuatro a cinco leguas; que eran de una materia porosa, y bastante leve para flotar entre dos aguas…
¡FUERA LOS INNOVADORES!
Montevideo no pareció caracterizarse por su receptividad ante las invenciones y cambios que iba trayendo el progreso técnico. Así, cuando se habla de implantar en nuestra ciudad la iluminación a gas (1851), nuestra población se muestra temerosa de explosiones y accidentes; en especial el vecindario que vivía en las inmediaciones del pequeño gasómetro que se instalo. (Algún accidente posterior pareció justificar estas aprensiones: a poco de inaugurado el servicio, en una confitería de la Plaza Matriz se produjo una explosión en el sótano ocasionada por una perdida de gas, que provoco ingentes perdidas y unos cuantos heridos.) Años mas tarde, aparecieron temores parecidos cuando se fue a inaugurar la luz eléctrica (1887). Se cuenta que el día fijado, mucha gente aguardo el momento con temor, imaginando que iba a desencadenarse quien sabe que catástrofe no bien el equipo se pusiera a funcionar. Y eso que apenas se iluminarían algunas pocas calles y casas en áreas muy limitadas del Centro. Pero todo se desarrollo normalmente, y Montevideo ascendió sin ningún tropiezo a la categoría de primera ciudad electrificada de Sudamérica, como ya quedo expuesto…Después fue, a comienzos del siglo, la llegada del primer automóvil. No faltaron quienes pusieran el grito en el cielo: ¿Cómo aquel artefacto no iba a acarrear consecuencias nefastas, si funcionaba solo y desarrollaba velocidades fantásticas de entre diez y veinte kilómetros por hora? Y aunque muchas madres se cuidaron muy bien de permitirles a sus chicos asomar la nariz a la calle ese día, el automóvil de Rosell y Rius se paseo muy campante para asombro de los menos aprensivos. Y por ultimo, la aviación. Cuando se intentaron en Montevideo los primeros vuelos, y uno de aquellos pioneros se desbarranco en Santiago Vázquez, un diario clamo, con admirable visión de futuro : “El accidente de ayer muestra, sin la mas leve duda, la irresponsabilidad de estos alocados aventureros, que arriesgan su vida y la de los demás. Estas entupidas pruebas, inútiles y sin futuro, deben ser prohibidas inmediatamente por el Gobierno. ¡A sacar volando a estos pajarracos!”
CUANDO LA REALIDAD IMITA AL DRAMON
Corren los días finales de la dominación colonial en nuestra Provincia. Montevideo española se encuentra sitiada por los compatriotas, que someten a la ciudad a un severo cañoneo. La insurrección oriental había separado en bandos opuestos a dos enamorados :Manuelita Magariños y Nicolás de Vedia. Manuelita era hija de un prominente godo, don Mateo Magariños, cuyo poder y gravitación le habían valido el apodo de “el rey chiquito” . Nicolás de Vedia en cambio, joven oficial de artillería, a la hora del levantamiento oriental se había incorporado a las filas patriotas. De ese modo, Manuelita quedo dentro del campo sitiado ; su novio , en el sitiador. La mansión de los Magariños fue la primera en Montevideo que se construyo de altos; la que inauguro aquellos clásicos miradores coloniales que después se generalizaron en las casas de la época. Se cuenta que los montevideanos vieron mas de una vez a Manuelita llegar hasta el mirador, cuando el sitio amainaba sus rigores, y desde allí contemplar el campamento patriota, donde Nicolás aguardaría, como ella, el momento de reencontrarse. Los sentimientos de la muchacha se dividían entre la devoción hacia su padre, godo intransigente, férreo sostén del sistema español ; y su amor por el joven oficial que había encontrado su lugar entre los orientales “insurgentes” , como se les decía entonces, con desprecio, a los patriotas en armas. Pasan los días. El sitio arrecia. Nicolás de Vedia no se aparta de su batería. Al fin, Montevideo no puede sostenerse mas. España debe rendirse. Entregada la ciudad, penetran a la plaza las fuerzas patriotas victoriosas. Nicolás, no bien queda libre de sus obligaciones, corre ansioso a la casa de su novia. La encuentra clausurada. Los muros de la mansión ennegrecidos, más de un ventanal hecho trizas. Llama angustiado al portal. Lo recibe la madre, vestida de luto. Una sola frase, cortante : “¡Retírese! Usted es el asesino de mi hija!” Algunos días antes, una bala de cañón había dado de lleno en la sala de los Magariños, segando la vida de Manuelita.
VER MONTEVIDEO DESPUES DE VER PARIS
Ya se sabe que para muchos resulta una experiencia algo traumática reencontrarse con su suelo natal después de haber recorrido los miríficos parajes europeos que siempre han hipnotizado a nuestras gentes. ¿Qué ocurre en el animo del que regresa? Y sobre todo, ¿Cómo se le aparece de nuevo su ciudad? Hubo alguien que se preocupo de analizar sus reacciones cuando regreso a Montevideo, y tomo nota de sus vivencias mientras iba reencontrando nuestras cosas. Fue el poeta don Juan Zorrilla de San Martín. Su testimonio, aparte de importarnos por venir de quien viene , tiene también interés adicional de proporcionarnos una imagen de nuestro Montevideo allá por la década del 90. Zorrilla había viajado a Europa en 1887 , y a su retorno, no bien pisa nuestro puerto, se propone observar los sentimiento que le despierta el reencuentro. “Quiero mirar a mi Montevideo antes de que este yo transitorio que acaba de regresar al país, desaparezca sustituido por el yo permanente que ya siento salir del fondo de mi ser, al contacto del medio ambiente en que nació y para el que fue formado”. Comienza entonces a transitar, conmovido, por las calles de la Ciudad Vieja : “…la de 25 de Mayo, la de Sarandi, la Plaza de la Constitución, la Avenida 18 de Julio, que viene llena de luz desde lo alto de la colina y parece derramarse en la Plaza de la Independencia. No hay la menor duda : esto es hermoso, de lo mas hermoso, aun para quien viene de Paris (si hacer parangones desatinados, por supuesto)” . Y aquí agrega una observación que quizas no esperamos : “Pero hay algo mucho mas curioso : esto es original, lleno de carácter. Esta ciudad no se parece a ninguna otra. Me parece una ciudad núbil, pero muy fuerte, de una franqueza y una ingenuidad encantadora. Tanto me lo habían dicho, que yo habia llegado a creer que , viniendo de Europa, Montevideo aparece chato, de construcciones bajas. Mi impresión ha sido la contraria. Los edificios de dos o tres pisos, siempre graciosos y de correcto estilo, aparecen esbeltos, porque cada uno de ellos tiene entidad y proporciones propias, y se ofrece lleno de aire, de luz y relieve” . Mas adelante , Zorrilla nos alude a nosotros, a los que habitamos hoy esta ciudad : “Quisiera ver lo que veran los que vivan cuando Montevideo tenga un millon de habitantes. Mi ciudad natal me parece como un boceto genial de un gran pintor. Quisiera verlo ya acabado, pero tengo temor de que , acabado , se debilite su vigor y frescura…
AERONAUTAS EN MONTEVIDEO
Extraordinario destaque alcanzaban los festejos patrióticos en la segunda mitad del siglo pasado. Solían engalanarse con exhibiciones de acrobacias y equilibrismo, carreras de sortijas y de embolsados, competencias de palo enjabonado, piñatas. Pero ninguna atracción comparable a las arriesgadas ascensiones en globo, que hacían furor en el Viejo Mundo, y que acababan de ser trasplantadas aquí con la novelería imaginable. Rara fue la celebración patriótica por aquellos años que no contara con alguna demostración aeronáutica a cargo de denodados viajeros de los espacios. Casi todos se hacían llamar “Capitán” – nadie averiguaba capitán de que y de donde - ; todos vestían rigurosa chaqueta de oficial, con el pecho recargado de esplendorosas medallas vaya a saberse otorgadas por quien, ya que nadie lo preguntaba tampoco. Allá se encaramaban los héroes en una especie de trapecio y, sentados encima, se elevaban por los aires, saludando desde la altura a la muchedumbre montevideana que , embobada, los despedía con vivas asombrados y el sacudir entusiasta de pañuelitos. Allá por el año 1886 tuvimos por acá a un tal Capitán Martínez, llegado a nuestras playas con sus dos hermosos globos de nombres épicos : el “Cid Campeador” y el “Perla de Castilla” . El 25 de Julio, este osado realizo su primera proeza, elevándose desde el llamado “Prado Oriental” (por aquel entonces un aristocrático paseo, hoy nuestro Prado a secas) ; y desde allí voló hasta el Cerrito de la Victoria, durante unos diez minutos que fueron la admiración de todo Montevideo. El 1º de agosto repitió igual travesía, otra vez en el hermoso “Cid” y con idéntica felicidad. Pero se aproximaba el 25 de agosto. Las autoridades programaban los grandes festejos par fecha tan magna. Como no podía ser de otro modo, se pensó que las celebraciones populares tenían que centrarse en aquel numero que en ese momento constituía el comentario general de la ciudad. Y así quedo convenido : el Capitán Martínez se elevaría ese día, desde nuestra Plaza Cagancha, pero ahora en su otro aerostato, el “Perla de Castilla”. El día amaneció radiante, como cuadraba a la fecha y al alborozo popular. Llegada la hora, se encendieron en medio de la plaza los fuegos que debían proporcionar el aire caliente con que hincharle la voluminosa barriga al globo. Pero no bien comenzó la tela a ponerse tensa, apareció un pequeño contratiempo : en la parte superior de la esfera – que por lo demás lucia bastante remendada – surgieron algunos puntos negros, y por ellos empezaron a filtrarse columnitas de humo, cada vez mas espesas. La gente se inquieto un poco con la novedad, al ver que la “Perla” no se inflaba por mas de Castilla que fuese…
PLAZA MATRIZ, FERIA, CORRAL Y RUEDO
No debe extrañarnos; pero apenas pocos días antes de haberse jurado con toda solemnidad la Constitución en la augusta Plaza Matriz, allí mismo habían andado a los corcovos toros y potros furiosos, en medio de la restallante algarabía de jinetes y mirones, tal como si la Plaza fuera un ruedo o un corral para faenas o exhibiciones de destreza de los paisanos. Este espectáculo rustico y bravío en plena Plaza Mayor impresiono vivamente a un viajero sueco que andaba de paso entre nosotros, Carlos Eduardo Bladh, quien lo recogió en sus anotaciones. Consigna, asombrado, que nuestros paisanos se divertían jineteando toros furiosos largados en medio de la plaza (suerte que no ha perdurado en la tradición de nuestras costumbres gauchas) También presencio domas de potros en el descampado de la Matriz : “Se veía a un joven gaucho montando un caballo chucaro que hacia toda clase de saltos a los costados y hacia arriba (“corcoveos”) , pero el jinete estaba como clavado en el lomo del equino , y eso que no tenia recado alguno”. Y aquí otra escena de la que el mismo Bladh fue testigo, y que muestra una variedad poco conocida del juego de las sortijas : “Una especie de calesita instalada en la plaza mayor de la ciudad. Un grupo de jóvenes de buena familia se había disfrazado de gauchos y andaba a caballo a toda carrera con las lanzas en posición de a la carga, en una pista cerrada, a los efectos de ensartar con lanzas la sortija colgada en la hilera a través de la pista…
BAÑOS DE INMERSION…EN LA MISMA AGUA
El agua fue siempre un elemento de insegura obtención para el montevideano de la Colonia que, como es sabido, dependía en ultimo grado de los pozos de la Aguada.. Pocas eran las casas de aljibe, y no siempre el aljibe era generoso. Así, fueron frecuentes las restricciones y escaseces. No se sabe si por estas precariedades o por inconfeso desapego hacia la limpieza, la practica del baño fue erradicada sin mas de la temporada invernal ; y en la veraniega, los baños se daban de vez en cuando, para no abusar. La bañera era por entonces un adminículo desconocido en nuestras casas. Se usaba en su lugar un gran tonel, una bordalesa, a la que se le suprimía una de las tapas. Cuando llegaba el gran día de la higienización de toda la familia – fecha que se convertía en una especie de feriado nacional - , los esclavos cargaban con la bordalesa al hombro y la colocaban en la caballeriza o en el galponcito que siempre había en el fondo de las casas para guardar trastos viejos. Y después la llenaban con el agua extraída del aljibe, cuando lo había, o de la pipa comprada esa mañana al aguatero. Aquella festividad comenzaba después de la siesta. Primero eran los dueños de casa quienes se daban su buen baño de inmersión, sumergiéndose medio ligerito en el barril. Luego los seguían los hijos, por riguroso orden de llegada al mundo. Demás decir que, vistas las dificultades ya anotadas en el aprovisionamiento de agua, no era cosa de desperdiciarla, de modo que toda la familia se sumergía en la misma…Y tanto era el afán de ahorro que , después, esa misma agua era utilizada por los esclavos para regar las plantas del jardín. Y si todavía sobraba, el remanente era llevado en latones hasta la vereda y se la desparramaba sobre la tierra de la calle, para impedir las polvaredas que el trote de un caballo o un carruaje desaprensivo solían levantar, cuando no el viento. En aquellos tiempos tan obsesionados por el agua, los veleros que anclaban en nuestro puerto enviaban a algunos tripulantes en sus botes hasta un lugar próximo donde había pozos de agua dulce, cargando pipas y cuarterolas vacías para hacer provisión. Llamaron a ese lugar la Aguada, sin saber que lo bautizaban para siempre.
EXAMENES EN …LA IGLESIA MATRIZ
Hacia poco que había comenzado a funcionar en Montevideo lo que fue el antecedente inmediato de nuestra Universidad : el primer Instituto oficial, la Casa de Estudios, fundado por iniciativa de Larrañaga cuando era Senador de nuestra recién nacida Republica. Su actividad había sido inaugurada por la mayor solemnidad, en un acto al que concurrió el Presidente de la Republica acompañado de todos sus ministros. Ahora, terminados los cursos, iban a tener lugar los exámenes respectivos, que serian por tanto los primeros de nivel universitario que se rendirían en el país. Pero en aquel 1836 , esa primitiva Casa de Estudios no contaba con un local aparente para albergar un acontecimiento como ese, al que se quería rodear de magnificencia. Se convino entonces en realizarlo en el marco grandioso de nuestra Iglesia Matriz. No es de extrañar que se eligiera un recinto religioso. De alguna manera, esa primera universidad nuestra, al revés de la Universidad unitaria argentina clausurada por Rosas, mantenía vivo el espíritu tradicional que la ligaba con la enseñanza católica de la Colonia. Católico era su Director, don Benito Lamas, el ex – Fraile franciscano, quien en esa Casa desempeñaba la Cátedra de Latinidad . Dos argentinos exilados en Montevideo, y también vinculados desde mucho atrás a la enseñanza tradicional, católicos ambos, habían sido invitados a ejercer Cátedras en nuestra Casa de Estudios : la de Filosofía la ocupaba el doctor Pedro Somellera, que fuera Catedrático del Convictorio Carolino de Argentina ; y la de Jurisprudencia, el doctor Alejo Villegas, de la Universidad de Córdoba. La ciudad se preparaba, pues, a presenciar un acontecimiento en ese momento desacostumbrado, pero que después se hará corriente, pues por muchos años – hasta tiempo después de la Guerra Grande - , se seguirían celebrando en la Matriz las grandes ceremonias universitarias. Cuando llego el día esperado, nuestra Iglesia Metropolitana lucia como en sus ocasiones de mayor magnificencia…
“SEÑORES DE SI MISMOS”
Uno de los cuadros mas desgarradores que haya presenciado Montevideo en toda su historia lo constituyo la entrada en nuestra ciudad de una caravana de niños y mujeres que llegaba aquí extenuados, derrotados, un martes de mayo de 1831. La patética columna venia flanqueada por gente del Ejercito y se la encamino hasta el Cuartel de Dragones. Eran unas trescientas personas, restos de la nación charrua que acaba de ser diezmada y dispersa en la discutida acción de Cueva del Tigre, en Salsipuedes, por fuerzas al mando del Presidente de la Republica, general Fructuoso Rivera , y de sus hermano el coronel Bernabé. Aplastados los guerreros charruas en esa acción ultima, muertos o prófugos, el ejercito se hizo cargo de sus familias. Se decidió trasladarlas a pie hasta Montevideo, en una marcha de 40 o 50 leguas que insumio varios días. Así, el vecindario montevideano pudo presenciar el paso de aquel pueblo doblegado, la congoja pintada en los rostros extenuados, bajo el agobio de una derrota que sabían definitiva, como en efecto lo fue : después de aquella acción, nunca mas pudo recomponerse la nación charrua como tal. Sus miembros dispersos, vencidos, quedaran errando por nuestro territorio, hasta que al final, individualmente, unos se incorporaran a alguna forma de trabajo mas o menos regular, otros se entregaran al vagabundaje sin horizontes ni esperanzas. Aquellas mujeres y aquellos “chinitos” , como se los llamaba, fueron distribuidos entre nuestras familias que requerían servidumbre, y que se habían anotado al efecto en el Ministerio de Gobierno. Pero no se anduvo con mucho miramiento: a los niños se los separo de sus madres, aun cuando algunos eran lactantes. Las pobres indias, según testimonios de la época, vieron así sumada a la humillación de la derrota, y en muchos casos al dolor por la muerte del compañero en la acción guerrera, la congoja de este arrancon inútil que significo la separación de sus niños chicos. Vivian llorando reclamando a sus hijos, y a veces “hasta llegaban a arrancarse los cabellos de dolor” …
MANDIBULA DE PLATA
Después del asalto y toma de Montevideo por los ingleses, el Gobernador de nuestra ciudad, Ruiz Huidobro, cincuenta oficiales y unos seiscientos soldados, fueron enviados a Inglaterra en calidad de prisioneros. Entre ellos se encontraba un herido de cuidado: don Juan Bautista Jiménez de Arechaga, que habría de ser abuelo del ilustre jurisconsulto de nombre Justino. Había recibido durante la ardorosa defensa de Montevideo, un balazo en la boca. La cirugía inglesa era de las más adelantadas de aquel tiempo, pudo dotar al prisionero montevideano de un paladar de plata, parte de la mandíbula y dientes del mismo material; casi un trabajo de ingeniería bucal, muy audaz y sorprendente para la época. Cuando, al tiempo, su dueño pudo regresar a Montevideo, aquella vasta obra en plata se convirtió en motivo de asombro novelerías muy comprensibles en nuestra ciudad. Pero no fue la única razón por la que dio que hablar don Juan Bautista a su regreso. Durante su permanencia en Gran Bretaña, el hombre se había preocupado de aprender a hablar ingles con toda corrección. Y así , cuando se instalo de nuevo aquí, pudo enseñar ese idioma a mas de un montevideano curioso, despertando – eso si – la iracunda protesta de las santonas que abundaban entre nosotros y que le calificaron de hereje : “ ¡Mire que enseñar a hablar, y hablar el mismo, la lengua de un país enemigo de la corona española, y para colmo apestado de protestantismo!” Pero este recelo idiomático y religioso no alcanzo a eclipsar el asombro de aquella platería que don Juan Bautista portaba dentro de su cara, ni le impidió casarse formar un hogar respetable.
MERCADERIAS A CAMBIO DE FAMILIAS
¿Por qué fueron canarios, precisamente canarios, los que vinieron a fundar Montevideo? ¿Por qué la Corona española los eligió canarios, y no gente de la propia España peninsular? Tal vez esta historia no sea demasiado recordada, lo que parece injusto desde que supone olvidar a un hombre, un marino , que debe asociarse a las rememoraciones de nuestro nacimiento y tiempos iniciales. Se trata de un tal José Fernández Romero, excelente navegante nacido en las Islas Canarias, pero radicado desde antes de aquel 1726 en la ciudad de Buenos Aires. Precisamente fue el quien tuvo la feliz ocurrencia de trasplantar coterráneos suyos a nuestra península entonces desierta, para fundar con ellos la nueva ciudad que el monarca español proyectaba. Cuando se entero de que se requería gente para ir a poblar esa punta de tierra pelada, y no se la encontraba, se acordó de sus paisanos y de sus calidades reconocidas de laboriosidad, y se animo a proponerle al Cabildo de Buenos Aires una singular transacción : ¿Por qué no sugerirle a Felipe V que remita aquí familiares de las Canarias, a cambio de establecer un comercio regular entre esas islas y el Río de la Plata? Al cabildo le pareció aceptable aquel plan del marino , y no solo lo aprobó sin mucha discusión, sino que le encomendó al propio Fernández Romero que viajara personalmente a Madrid para elevarle la proposición al monarca en nombre de la autoridad bonaerense. Marcho a la Corte el navegante canario y la existencia de Montevideo atestigua el éxito de su gestión. Su propuesta se tradujo en esta formula comercial, aprobada por la Corona : las Islas Canarias nos venderían vino, aguardiente, almendras, frutas secas, tejidos ordinarios para abrigo, etc. Y en pago se llevarían del Plata variedad de productos nuestros. Y aquí viene la curiosa cláusula que guarda relación con nuestros fundadores : el comercio anual a efectuarse de esa forma, alcanzaría a unas 250 toneladas en total ; y por cada 100 toneladas, se transportarían a la ciudad a fundarse, cinco familias canarias. A todas ellas se sumarian 15 familias mas, con las cuales se completo – mediante este procedimiento de almacenero – el núcleo fundacional de nuestro Montevideo …
https://www.raicesuruguay.com/raices/mvd_antiguo2.html