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La dictadura cívico-militar en Uruguay (1973-1985): aproximación a su periodización y caracterización a la luz de algunas teorizaciones sobre el autoritarismo
Revista de la Facultad de Derecho
versión impresa ISSN 0797-8316versión On-line ISSN 2301-0665
Rev. Fac. Der. no.41 Montevideo dic. 2016
http://dx.doi.org/10.22187/rfd201624
José Miguel Busquets
Doctor en Ciencia Política. Docente e investigador en la Facultad de Derecho de la Universidad de la República y en la Facultad de Ciencias Sociales de la misma Universidad. busquets@chasque.net
Andrea Delbono
Licenciada en Ciencia Política. Docente en la Facultad de Derecho de la Universidad de la República y en la Facultad de Ciencias Sociales de la misma Universidad. andreadelbono@hotmail.com
Resumen: El presente trabajo tiene como objetivo presentar una periodización y caracterización de la dictadura cívico-militar en Uruguay (1973-1985), aunando la historia y la teoría. Sin proponer una aproximación específicamente histórica ni teórica, este artículo se sitúa entre ambas perspectivas. Con tal norte trazado, en primer término, se introducirá una conceptualización sobre los regímenes políticos no democráticos, y se pasará revista también al concepto de “dictadura”. Asimismo, se abordará sobre el denominado “nuevo autoritarismo” en América Latina. En segundo lugar, se presentará el marco analítico propuesto por el cientista social chileno Manuel A. Garretón (1983, 1984) para estudiar los regímenes autoritarios del Cono Sur. Seguidamente, conforme a ese esquema, se propondrá una cronología de la trayectoria de la dictadura en Uruguay, en diálogo con otras periodizaciones planteadas por la academia. Finamente, en base a los conceptos teóricos previamente reseñados, y a los aportes de autores que han trabajado el tema, se reflexionará sobre las características de la dictadura uruguaya.
Palabras clave: dictadura cívico-militar, dictaduras modernas, nuevo autoritarismo, Uruguay, América Latina
Abstract: The aim of this paper is to present a periodization and characterization of the civil-military dictatorship in Uruguay (1973-1985), combining history and theory. The approach intended in this paper is neither historical nor theoretical specifically, but stands in the middle ground of both perspectives. Having set the objectives, undemocratic political regimes is conceptualized in the first place, the concept of dictatorship is then analyzed. In addition, the so-called "new authoritarianism" in Latin America is discussed. Secondly, the analytical framework proposed by Chilean Social Scientist Manuel A. Garretón (1983, 1984) is used to study the authoritarian regimes in the Southern Cone. Then, under such scheme, a chronology of the dictatorship in Uruguay is traced, in dialogue with other periodizations raised by the academy. Finally, based on the theoretical concepts outlined first, and with the contributions of authors who have studied the topic, a reflection on the characteristics of the Uruguayan dictatorship is made.
Key words: civil-military dictatorship, modern dictatorship, new authoritarianism, Uruguay, Latin America
Resumo: Este artigo tem como objetivo apresentar uma periodização e caracterização da ditadura civil-militar no Uruguai (1973-1985), que combina história e teoria. Sem propor uma abordagem histórica ou teórica específica, este artigo é entre ambas as perspectivas. Para esta rota do norte, em primeiro lugar, uma conceituação dos regimes políticos não democráticos será introduzido, e também irá rever o conceito de “ditadura”. Também será discutido no assim chamado “novo autoritarismo” na América Latina. Em segundo lugar, o quadro analítico proposto pelo cientista social chileno Manuel A. Garretón (1983, 1984) para estudar os regimes autoritários do Cone Sul será apresentado. Então, sob esse regime, uma cronologia da história da ditadura no Uruguai, em diálogo com outras periodizações levantadas pela academia proposto. Finamente, com base nos conceitos teóricos descritos anteriormente, e as contribuições de autores que trabalharam sobre o assunto, ele vai refletir sobre as características da ditadura uruguaia.
Palavras-chave: ditadura cívico-militar, ditaduras modernas, novo autoritarismo, Uruguai, América Latina
Introducción
El presente trabajo tiene como objetivo presentar una periodización y caracterización de la dictadura cívico-militar en Uruguay (1973-1985), aunando la historia y la teoría. Sin proponer una aproximación específicamente histórica ni teórica, este artículo se sitúa entre ambas perspectivas. A la luz de un esquema analítico planteado por el sociólogo y politólogo chileno Manuel Antonio Garretón (1983, 1984) para estudiar la trayectoria de los regímenes dictatoriales que irrumpieron en el Cono Sur entre los años ‘60 y ‘70 del siglo XX, se propondrá una periodificación para el caso uruguayo. En tanto, la caracterización de la dictadura uruguaya se encuadrará en una presentación teórica más general sobre los regímenes no democráticos emergidos en las sociedades modernas a partir de la I Guerra Mundial (1914-1918), y sobre los llamados autoritarismos “de nuevo tipo” que se instalaron en América Latina durante la Guerra Fría, luego del triunfo de la Revolución Cubana (1959). Con este norte trazado, las siguientes páginas se ordenarán de la siguiente manera. En primer término, se introducirá una conceptualización sobre los regímenes políticos no democráticos, distinguiendo entre “autoritarismos” y “totalitarismos”, y pasando revista, también al concepto de “dictadura”. Asimismo, se abordará sobre el denominado “nuevo autoritarismo” en América Latina. En segundo lugar, se presentará el marco analítico propuesto por Garretón para estudiar los regímenes autoritarios del Cono Sur. Seguidamente, conforme a ese esquema, se propondrá una cronología de la trayectoria de la dictadura en Uruguay, en diálogo con otras periodizaciones planteadas por la academia. Finamente, en base a los conceptos teóricos previamente reseñados, y a los aportes de autores que han trabajado el tema, se reflexionará sobre las características de la dictadura uruguaya.
Los autoritarismos modernos desde Europa a América Latina 1
Sobre los regímenes democráticos y los no democráticos
La noción de democracia –que etimológicamente significa “poder popular”– como forma de gobierno, tal cual se la entiende contemporáneamente, es un producto de la Época Moderna, aún cuando sus orígenes históricos se remontan a la antigua Atenas. Siguiendo a Huntington (1995, 20), y a partir de una “definición mínima”, “schumpetereana” o “procedimental”, hacia el siglo XX, un régimen político podía catalogarse como democrático siempre que “la mayoría de los que toman las decisiones colectivas del poder sean seleccionados a través de limpias, honestas y periódicas elecciones, en las que los candidatos compiten libremente por los votos y en las que virtualmente toda la población adulta tiene derecho a votar”. Y siempre que existan “libertades civiles y políticas, como expresarse, publicar, reunirse y organizar todo lo necesario para el debate político y la conducción de las campañas electorales”. A partir de estos requisitos básicos (y más allá de los debates empíricos y normativos al respecto), los estudiosos de la democracia coinciden en que nunca hubo tantas “poliarquías” (Dahl, 1989) como hoy 2. No obstante, en pleno siglo XXI, la mayoría de los regímenes del planeta se erigen como no democráticos, lo cual, a su vez, ha sido la norma desde el inicio de los tiempos. Así como la democracia, luego de un breve pasaje por la antigüedad, y tras casi dos mil años de ostracismo, reemerge recién con la modernidad, las experiencias históricas no democráticas asociadas a la noción de “autoritarismo” también son consideradas por la literatura como fenómenos propiamente modernos, en la medida que se caracterizan por un tipo de violencia política más tecnificada, mecanizada y burocratizada, que no se llegó a conocer en las sociedades pre-modernas, fundadas más bien en una autoridad tradicional y personalizada y en Estados patrimoniales u otras formas de organización política primitivas. Los regímenes autoritarios configuran una novedosa modalidad de regulación de las relaciones entre poder público y sociedad, entre violencia y Estado-nación, orientada a reducir fuertemente o a erradicar el pluralismo político (y social) y a controlar, mediante el monopolio de la fuerza, y a través de métodos y procedimientos propios de la racionalidad estatal moderna, los criterios de asignación y distribución del poder. Ahora bien, estos rasgos ilustran también elementos de otro tipo de régimen no democrático hijo de la modernidad: el totalitarismo. El historiador Enzo Traverso (2001,18) señala que dicho concepto tiene sus orígenes en tres experiencias históricas surgidas de la I Guerra Mundial: el fascismo italiano (1922-1945), el nacionalsocialismo alemán (1933-1945) y el estalinismo ruso (1920s-1950s). Para el autor, este tipo de regímenes, erigidos como antítesis del Estado de derecho y del liberalismo, “pertenece[n] (…) a la modernidad”, y son “un producto perverso de la era democrática, marcada por el ingreso de las masas en la vida política, en el seno de sociedades que han abandonado las antiguas jerarquías de casta y de rango” (2001, 22). En función de las singularidades de estos distintos tipos de regímenes no democráticos modernos, a continuación se procederá a conceptualizarlos brevemente.
De autoritarismos y totalitarismos
De acuerdo a la clásica definición del politólogo germano-español Juan Linz (1964) 3 los regímenes autoritarios son:
Sistemas de pluralismo político limitado, cuya clase política no da cuenta de su propia labor, que no se basan en una ideología articulada, sino que están caracterizados por mentalidades específicas, donde no existe una movilización política capilar y en gran escala, salvo en algunos momentos de su desarrollo, y en las que un líder, a veces un pequeño grupo, ejerce el poder dentro de límites mal definidos a nivel formal, pero de hecho bastante predecibles.
Esta conceptualización permite identificar un set de dimensiones que, no sólo ilustran los principales rasgos de los autoritarismos, sino que establecen distinciones respecto a los totalitarismos. En tal sentido, la sistematización clásica del concepto de totalitarismo, realizada en los años ‘50 por el politólogo germano-estadounidense Carl J. Friedrich y ampliada luego por él mismo, junto con su colega polaco-estadounidense Zbigniew Brzezinski 4,supone los siguientes elementos centrales: i) la imposición de una ideología oficial; ii) la existencia de un partido único de masas dirigido por un líder carismático, quien es objeto de culto por parte de su masa seguidora; iii) el control de una desarrollada policía secreta con un accionar terrorista; iv) el control monopólico estatal de todos los medios de comunicación; v) la total subordinación de las Fuerzas Armadas (FFAA) al poder político; vi) un fuerte intervencionismo estatal en la economía pautado por su planificación centralizada; vii) el control centralizado de todas las organizaciones de carácter político, social y cultural; viii) la instalación de la violencia como forma de gobierno a partir de la creación de un sistema de campos de concentración destinados al exterminio de disidentes.
La disquisición sobre cuáles experiencias de regímenes no democráticos corresponde calificarse como “totalitarias”, “fascistas” o “autoritarias”, no escapa al debate. Sin profundizar en la controversia, cabe subrayarse que buena parte de la literatura rotula a los casos de la Alemania de Hitler, la Italia de Mussolini y la Rusia de Stalin como los regímenes totalitarios por antonomasia.
Sobre las dictaduras modernas
Aún suscribiendo a la perspectiva de que el totalitarismo es un tipo de autoritarismo, si se abona el enfoque planteado por Sartori (1992, 63, 82-83), ha de señalarse que ambos fenómenos (en tanto especies) están comprendidos dentro del génerode la dictadura en su acepción moderna. Ahora, mientras las nociones de autoritarismo y totalitarismo son un producto moderno, la idea de dictadura viene de la antigüedad. Contemporáneamente, las palabras “dictador” (persona) y “dictadura” (institución) denotan un significado sustancialmente distinto al de sus orígenes en la Roma de los siglos V a III a.C. Entonces, la dictadura romana era una magistratura republicana que, ante situaciones de emergencia, preveía jurídicamente el nombramiento de un dictador que gozaría de poderes civiles y militares extraordinarios para hacer frente a la crisis, pero por un plazo estrictamente limitado, luego del cual, cesaría en su cargo. Apelando a la clásica conceptualización de Carl Schmitt, Sartori (1992, 68, 88) apunta que ésta vendría a ser una “dictadura comisaria” con un “dictador comisario” temporal y revocable. Hacia el siglo XX, luego de las experiencias de las guerras mundiales, y tras dos milenios de haber estado prácticamente en el olvido, el término resurge con una connotación negativa que no había tenido otrora para calificar a una forma de Estado y de gobierno no democrático, fundado en la fuerza y la violencia ilegítima, y regido por un poder “de hecho”, no “de derecho”, donde las leyes son hechas por los dictadores. La dictadura moderna implica un gobierno no constitucional en la acepción garantista de la expresión, y en un doble sentido. Por un lado, al momento de hacerse con el poder, la dictadura viola el orden constitucional preexistente, y por el otro, el dictador ejerce el poder libre de controles o frenos constitucionales. A su vez, los sistemas dictatoriales modernos se caracterizan por la personalización de ese poder que se ejerce discrecional y arbitrariamente sin que ello necesariamente requiera a un dictador-persona en solitario, y pudiendo fundarse, en cambio, en un órgano colegiado como un aparato burocrático, de partido, o militar. La dictadura moderna se diferencia así, categóricamente de la romana.
Siguiendo a Sartori (1992, 82-84), las dictaduras modernas, más allá de su gran variedad, pueden clasificarse a partir de los siguientes cuatro criterios. i) En base a la intensidad de su extensión y penetración coercitiva, Sartori se aviene a la distinción que Franz Neumann realiza entre: a) dictaduras simples (donde el poder es ejercido mediante la intensificación de instrumentos de coerción ordinarios: las FFAA, la policía, la burocracia, la magistratura); b) dictaduras cesaristas (donde el poder se basa el respaldo de las masas) y c) dictaduras totalitarias (que además de monopolizar los mecanismos coercitivos ordinarios y fascinar a las masas, tienen bajo su égida la educación y todos los medios masivos de comunicación, al tiempo que despliegan instrumentos coercitivos ad hocdestinados a implantar un control total de la sociedad). ii) Según la finalidad, la distinción es entre: a) dictaduras revolucionarias (abocadas a alterar el status quo) y b) dictaduras de orden, paternalistas, reaccionarias o conservadoras-restauradoras (abocadas a preservarlo). iii) Respecto al origen del personal al frente del régimen, se diferencia entre: a) dictaduras políticas cuyo elenco proviene de la clase política; b) dictaduras militares; c) dictaduras burocráticas o de aparato. iv) En función de un criterio ideológico, se distingue entre: a) dictaduras sin fundamento ideológico (como las dictaduras simples y, usualmente, las conservadoras); b) dictaduras con contenido ideológico (entre las cuales se encuentran dictaduras con una intensidad ideológica mínima –como el fascismo, que según esta visión, fue más cesarista que totalitario–, y con una intensidad ideológica máxima –las dictaduras totalitarias). Si bien estas tipologías constituyen abstracciones que no necesariamente se manifiestan de forma pura en la práctica, ofrecen un marco de referencia analítica que será útil en las páginas venideras.
El autoritarismo en América Latina
a. Del “viejo” al “nuevo” autoritarismo
Hasta el último tramo del siglo XX, la democracia fue una rara avis en la mayor parte de América Latina (Chile, Costa Rica y Uruguay son claras excepciones). En ese marco, los regímenes autoritarios que irrumpieron en la región al calor de la Revolución Cubana (1959), en medio de la crisis del denominado “Estado de compromiso”, y tras el agotamiento de su modelo de “industrialización por sustitución de importaciones”, se inscriben dentro de un largo itinerario de experiencias autoritarias, militaristas y caudillistas en la región. Ahora, en oposición a los “viejos autoritarismos” anteriores, de cuño patrimonialista e instalados en unas sociedades tradicionales y de bajo desarrollo capitalista, las dictaduras desplegadas durante los ‘60, ‘70 y ‘80, se caracterizaron por el rol cardinal de las FFAA, ya no como la “Guardia Pretoriana” de caudillos o clanes familiares, sino como aparato profesional y actor clave para la implantación y subsistencia de los regímenes. Esta nueva incursión de los militares en política estuvo dada en alianza con elencos civiles, desde políticos profesionales hasta burócratas, desde tecnócratas a representantes de la burguesía industrial y financiera (Morlino, 1995, 147). Así, la literatura denomina “nuevos autoritarismos” a estas dictaduras cívico-militares que irrumpieron en América Latina desde el coup d’État que depuso al Presidente constitucional João Goulart en Brasil (1964), hasta el que derrocó a la también Presidenta constitucional María Estela Martínez de Perón en Argentina (1976) (Rico, 2013, 238). La bibliografía desarrollada sobre los autoritarismos latinoamericanos de nuevo tipo es realmente vasta y refleja una pluralidad de denominaciones y énfasis. Ahora bien, siguiendo a Garretón (1983, 67-68), más allá de la diversidad de nomenclatura y enfoques, pueden enumerarse ciertos elementos comunes que diferencian a los nuevos regímenes autoritarios de los anteriores: i) emergen en países que habían alcanzado un determinado grado de desarrollo e industrialización y que, en algunos casos, habían consagrado regímenes políticos de cierta estabilidad histórica; ii) sobrevienen luego de una etapa de relativamente intensa movilización política popular, que llega a expresarse en formas populistas revolucionarias; iii) dentro del bloque que se impone al frente de la dirección del Estado, las FFAA pasan a cumplir un papel decisivo, comprometiéndose orgánicamente en la conducción del proceso; iv) en torno a la corporación militar, se estructura una coalición afín a las clases económicamente dominantes, las que operan sobre el aparato estatal mediante equipos de tecnócratas; v) este bloque dominante plantea un proyecto de reestructuración del orden social y económico (en base a nuevos patrones de acumulación y distribución) y de reordenamiento del orden político; vi) ese reordenamiento político, de carácter autoritario y excluyente, exige el uso de la fuerza represiva de forma de eliminar, desarticular o controlar las organizaciones populares y organizaciones políticas preexistentes.
b. Sobre el Estado burocrático-autoritario y la Doctrina de la Seguridad Nacional
Al reflexionar sobre el “nuevo autoritarismo” que irrumpió en el Cono Sur hacia los años ‘60 y ‘70, el politólogo argentino Guillermo O’Donnell (1973/1981, 1985) analiza las transformaciones estructurales del Estado y del capitalismo en esta región subdesarrollada del mundo, observando que en el referido contexto histórico, por estas latitudes, modernización y democracia divergían. Según el planteo del autor, en un escenario de aguda crisis política, social, económica e institucional, y ante la creciente movilización de los estratos populares y el avance de la izquierda (ya fuera por la vía electoral, o por la vía revolucionaria), emergió la percepción de que el mantenimiento del status quo capitalista estaba siendo puesto en jaque 5. La formulación con la que O’Donnell da cuenta del “autoritarismo de nuevo tipo” para los casos de Argentina, Brasil, Chile y Uruguay, se expresa en el célebre esquema del Estado burocrático-autoritario, cuyos atributos son los siguientes: (i) las instituciones democráticas y los derechos ciudadanos son suprimidos; (ii) la base social de régimen está conformada por la alta burguesía oligopolista y transnacional; (iii) se configura una nueva élite de poder a partir de la asociación entre militares (especialistas en coerción), tecnócratas (civiles portadores de saberes técnicos y científicos, particularmente en el área económica) y representantes del capital financiero transnacional; (iv) se establece una alianza entre el Estado y el capital extranjero; (v) se transnacionaliza la estructura productiva y se apuesta por una economía de servicios y de industrialización avanzada, cuyo desarrollo exige alta tecnologización y concentración de capital; (vi) a través de métodos represivos, se procede a la exclusión de los sectores populares anteriormente movilizados; (vii) tal exclusión es, por un lado, económica (la creciente transnacionalización de la economía favorece exclusivamente al capital privado y a algunos sectores del Estado, al tiempo que las clases populares se ven seriamente afectadas por una regresiva distribución del ingreso), y por el otro, política (se elimina la competencia electoral, se cierran o controlan fuertemente los canales de participación popular, se ilegalizan partidos y grupos de oposición, se retrocede en leyes y beneficios sociales consagrados). Al analizar la emergencia de los regímenes burocrático-autoritarios, el politólogo norteamericano Alfred Stepan (1988, 31) coincide con O’Donnell en reconocer la relevancia que tuvieron determinados componentes estructurales, pero subraya además, la importancia del llamado “nuevo profesionalismo” castrense como elemento fundamental en la autojustificación de los militares golpistas para extender su accionar en política. Esa noción de “nuevo profesionalismo” se equipara con lo que otros estudiosos, como Garretón, han denominado la “ideología de la Seguridad Nacional” de los nuevos autoritarismos en América Latina (Stepan, 1988, 32). Precisamente, Garretón (1984, 8-9) observa que “no sería posible entender el surgimiento de estos regímenes y su evolución posterior, si no se les asocia a (…) la modernización, profesionalización y homogenización ideológica de las Fuerzas Armadas bajo la hegemonía norteamericana”. Con la Guerra Fría y el mundo bipolar como trasfondo, las FFAA de los Estados latinoamericanos se incorporaron al bloque militar liderado por Estados Unidos, país donde, a partir de distintas vertientes europeas, se elaboró lo que se conoce como la “Doctrina de la Seguridad Nacional” (DSN). Con la puesta en marcha de programas de entrenamiento a militares latinoamericanos, dictados en institutos de instrucción norteamericanas, los ejércitos de la región adoptaron un perfil más profesionalizado, adquiriendo nuevos equipamientos y nuevas pautas de disciplinamiento y organización. Paralelamente, tomaron contacto con una “ideología” fundada en “la visión de una sociedad amenazada por un enemigo interno (el comunismo o la subversión) contra el cual es necesario una «guerra total» no convencional y donde las Fuerzas Armadas son el baluarte «último» o la «reserva moral» de la nación” (Garretón, 1984, 9). Esa concepción calará hondo en la mentalidad de la corporación castrense, proporcionándole una base discursiva para autolegitimar el nuevo rol político que pronto asumiría.
El esquema de Garretón para el estudio de las dictaduras en el Cono Sur y su aplicación para una periodización y caracterización de la dictadura en Uruguay (1973-1985)
El esquema de análisis de Garretón (1983, 1984) para la caracterización y evolución de los nuevos autoritarismos del Cono Sur, combina dos dimensiones. La primera dimensión, de tipo reactiva o defensiva y, expresada fundamentalmente a través de una lógica represiva y contrarrevolucionaria, se acomete a desarticular la sociedad precedente, particularmente, la matriz de constitución de los actores socio-políticos. La segunda dimensión, de tipo transformadorao fundacional, se propone, bajo algún esquema de capitalismo moderno e inserto en el sistema internacional, reorganizar la base material y el armazón institucional de la sociedad, así como crear un nuevo orden socio-político, con una nueva matriz de constitución de sus actores (1984, 12-13). El peso de cada una de estas dimensiones variará en función de las especificidades de los casos nacionales, de la etapa en la que se encuentren los regímenes en cuestión. La magnitud y el alcance de la dimensión reactiva estarán asociados, por un lado, al nivel de amenaza inicial percibido y a la connivencia de buena parte de la sociedad respecto a la represión desplegada, y por el otro, a la eficacia del aparato castrense en ese accionar represivo. El grado de concreción de la dimensión fundacional, por una parte dependerá de la conformación de un grupo hegemónico dentro de los sectores afines al régimen, capaz de conducir el proyecto trascendiendo los contradictorios intereses fraccionales en pugna, y por otra parte, dependerá de la capacidad de la sociedad civil para resistir a los cambios impulsados por la dictadura. A la luz de las dos dimensiones presentadas, Garretón grafica la trayectoria de los regímenes autoritarios, identificando cuatro fases en su evolución. i) La primera es una fase reactiva. Si bien el componente represivo, al ser una característica propia de los autoritarismos, está presente en todas las etapas recorridas por estos regímenes, en el tramo inaugural de los mismos –coincidiendo generalmente con su instalación–, el (ab)uso de la fuerza se encuentra especialmente explotado. En esta fase, la dimensión fundacional aún no está activada, y en cambio, las energías del régimen están puestas primordialmente en la eliminación de los adversarios contra quienes se perpetró el golpe de Estado, y en la desarticulación del orden social anterior. Las FFAA asumen aquí el rol protagónico, guiadas por el prisma ideológico de la “seguridad nacional” con el cual, en aras de “salvaguardar a la nación” de la “anarquía y la debacle”, autojustifican su brutal accionar represivo. Por otra parte, conmocionados por el convulsionado período que precedió al coup, unos sectores de la sociedad observan el proceso con temor, y otros tantos con complicidad. La derrotada oposición, en tanto, procura sobrevivir física, y de ser posible, organizativamente a la nueva realidad política (1984, 16-17). ii) Una vez “restaurado el orden”, la legitimidad contrarrevolucionaria en la que el régimen se había basado inicialmente se ve prácticamente agotada. Aún cuando la dimensión reactiva y las tareas de normalización y mantenimiento del orden continúen teniendo asidero, emerge ahora la necesidad de buscar una nueva legitimidad, y de definir un nuevo modelo de desarrollo, un nuevo modelo de sociedad y un nuevo modelo político proyectado hacia el futuro. Se abre así una fase transformadora o fundacional en la que se pretende configurar una nueva hegemonía a partir de la reestructuración capitalista interna y la reinserción en el sistema capitalista mundial, pero también de la construcción de un nuevo orden socio-político coherente con ese esquema económico (1983,72). Dentro del bloque hegemónico, la DSN y la lógica puramente militar dejan de ser dominantes para combinarse con otras concepciones ideológicas aportadas por elencos civiles (representantes del empresariado y del capital financiero, intelectuales, tecnócratas) imbuidos en los paradigmas del neoliberalismo y la tecnocracia (1984,19). La dimensión fundacional se expresa aquí en la búsqueda por diseñar una nueva institucionalidad, en tanto reglas de juego que, conforme al nuevo “proyecto histórico”, sienten las bases para un nuevo marco de relacionamiento social, y para un nuevo marco de relacionamiento Estado-sociedad. La lógica fundacional o transformadora plasmada en la determinación de estos regímenes por construir (e institucionalizar) un nuevo orden socio-político, trasciende la mera lógica reactiva o defensiva, llegando, en algunos casos, según Garretón (1983, 74) a adoptar un carácter “revolucionario”, en clave capitalista y antipopular. En palabras del autor:
es posible pensar (…) en un intento de revolución capitalista tardía, del tipo de revoluciones «por lo alto», donde desde el Estado y sobre la base de un rol preponderante de las Fuerzas Armadas, no se busca tanto restaurar un orden perdido, como reordenar sobre otras bases el conjunto de la sociedad.
En esta etapa, en la que se impone la impronta triunfalista de los “milagros económicos” (1984, 18), y en la que el discurso de la dictadura proclama las diferencias radicales entre un pasado caótico al que no se debe regresar y los “nuevos buenos tiempos”, la visión de futuro del proyecto histórico que se aspira a concretar se presenta bajo los términos de una “nueva democracia” depurada de los vicios de otrora (1983, 79). Los actores opositores de la depuesta democracia, por su parte (aquellos que no están encarcelados o asesinados), enfrentan los desafíos de impedir que se concreten las transformaciones orientadas a derogar viejas conquistas, de ganar algún espacio, y de lograr que las diversas y dispersas resistencias puedan expresarse. En esta fase en que la esfera político-partidaria se encuentra replegada, se destaca la iniciativa de organizaciones sociales y culturales contrarias al régimen, sin que se configure una expresión de oposición política unificada. (1984, 19). Asimismo, algunos sectores que inicialmente habían apoyado pasivamente a la dictadura, comienzan a virar hacia la oposición, al verse perjudicados por las políticas aplicadas por aquella. iii) Ante el fracaso de la dimensión fundacional –particularmente en cuanto a las transformaciones económicas, adviene una fase de administración de crisis recurrentes. En un contexto pautado por la recesión, el crecimiento de la deuda externa, el aumento del desempleo, la caída de la producción y las demandas de grupos corporativos sobre un Estado desnorteado, el impulso reformista queda por el camino. Se debilitan tanto el núcleo hegemónico encargado de la conducción estatal, como el bloque de apoyo a la dictadura, el cual comienza a desagregarse en distintos actores corporativos que cambian su anterior lealtad genérica por reivindicaciones particularistas. Con las FF.AA cada vez más aisladas respecto a los demás actores del bloque dominante, y los esfuerzos del régimen puestos en sobrevivir a la crisis, el énfasis ideológico vuelve a colocarse en la “anarquía del pasado”, y a explotar el factor miedo. Empero, para esta etapa, las posibilidades de desplegar el elemento reactivo con la misma intensidad que en los inicios del régimen ya no es la misma, y la población, cada vez más descontenta, comienza lentamente a perder el temor y a movilizarse, produciéndose una “resurrección de la sociedad civil”. En este escenario, el desafío de la oposición radica en lograr unificar su accionar para que el régimen no pueda ya administrar las recurrentes situaciones de crisis, y se sumerja en una crisis terminal. Esto implica, por una parte, la vinculación entre actores de la sociedad civil y de la política partidaria que también resurgen en esta fase. Y por otra parte, dentro de la esfera propiamente política, tener presente las diferencias existentes entre partidos que, más allá de su coincidente oposición al régimen, ostentan visiones político-ideológicas competitivas (1984, 20-22). iv) El fracaso de la dimensión fundacional no necesariamente deviene en la finalización del régimen de forma mecánica, pudiendo éste pasar de unas crisis a otras durante cierto tiempo. Pero luego de que, producto de la acumulación de crisis, se desencadene una crisis final, se ingresa en una fase terminal. Aquí la cuestión principal gira en torno las condiciones de salida de los actores predominantes, y las bases del nuevo régimen a instalarse. Quedando prácticamente descartada la opción de una sublevación dentro de las FF.AA que derive en una derrota militar interna (al menos en el Cono Sur), la retirada es definida por una decisión institucional de la propia corporación castrense que, habiendo internalizado su fracaso, buscará ahora administrar o negociar su salida en las mejores condiciones posibles. Los motivos que llevan a que las FFAA acusen recibo de su fracaso van desde una derrota militar externa (como en Argentina), hasta la profundización de una crisis económica, pasando por el aumento de la protesta social y la consiguiente sensación de ingobernabilidad.
En esta etapa de incremento de la movilización popular, sectores que antes habían respaldado al régimen, le dan la espalda y pasan al bando de la oposición. Esta última, en tanto, afronta la tarea de viabilizar una propuesta institucional de retiro de los militares capaz de asegurar la instauración de un régimen democrático (1984, 23-24). Garretón (1984, 14-15) señala que bajo este esquema, las cuatro fases probablemente se sucedan una a la otra en el orden trazado, aunque ello no tenga porqué ser necesariamente así. Como se planteará a en el siguiente apartado, la trayectoria de la dictadura uruguaya bien puede delinearse en función de esta periodización de cuatro etapas de forma secuencial. Al aplicar el esquema de Garretón al caso uruguayo, pueden establecerse los siguientes cuatro momentos: i) fase reactiva (27/6/1973-12/6/1976); ii) fase fundacional (12/6/1976-1980); iii) fase de administración de crisis recurrentes (1981-1983) y iv) fase terminal (1984-1985) (Busquets y Delbono, 2015, Delbono, 2016). A continuación, se procederá al recorrido de estas fases, en diálogo con otras propuestas de periodización y caracterización elaboradas por la academia uruguaya. El Cuadro 17 resume todas estas propuestas, desde el enfoque pionero de González (1985), recogido y difundido luego por Caetano y Rilla (1987) en su libro Breve historia de la dictadura, hasta abordajes más recientes elaborados por Demasi, Rico (2013) y Yaffé (2013), sistematizados en la publicación colectiva La dictadura Cívico-Militar. Uruguay 1973-1985 6. Como puede verse en el cuadro, el planteo de González, retomado por Caetano y Rilla identifica tres etapas: i) la dictadura comisarial (1973-1976); ii) el ensayo fundacional (1976-1980) y iii) la transición democrática (1980-1985). En tanto, Demasi da cuenta de los siguientes tres momentos: i) la crisis constitucional y la dictadura de Bordaberry (1973-1980); ii) la supremacía militar y iii) la crisis del régimen (1980-1985). Por su parte, Rico observa cuatro períodos definidos de la siguiente forma: i) gobiernos de “crisis” o “bajo decreto” donde le poder estatal es ejercido autoritariamente pero aún dentro de la vigencia del Estado de derecho (1973-1976); ii) la fase comisarial dentro de una dictadura cívico-militar (1973-1975); iii) la etapa que se extiende desde 1975 a 1980, comprendiendo dos subetapas: una de tendencia totalitaria o de terrorismo de Estado (1975-1978), y otra de carácter constituyente, fundacional o soberana (19761980) y iv) la etapa de dictadura pretoriana o de conducción corporativa militar que se combina con la fase de transición hacia la democracia (1981-1985). Finalmente, haciendo foco en la economía, Yaffé distingue tres momentos dentro del régimen dictatorial uruguayo: i) la recuperación económica (1973-1976), ii) el crecimiento económico (1975-1981) y iii) la crisis económica (1982-1985).
Antecedentes
La dictadura cívico-militar que se instaló en Uruguay con el coup d’État perpetrado por el Presidente constitucional Juan María Bordaberry, de la mano de las FFAA, el 27/6/1973, devino tras un proceso de agudo deterioro político-institucional, en el marco de una acuciante crisis económica y social. La implantación de un régimen dictatorial que se extendería por doce años, puso fin a una democracia otrora sólida y longeva, y enterró el relato de la excepcionalidad uruguaya encarnado en el mito de la “Suiza de América”. Este hecho se inscribe en una escena regional signada por una embestida conservadora y contrarrevolucionaria en el Cono Sur, que también arremetió en Brasil (1964-1985), Argentina (1966-1973, 1976-1983) y Chile (1973-1990), y que llegó a expresarse en la coordinación de las acciones represivas de los gobiernos de facto de estos países, a través del llamado “Plan Cóndor”, con la participación de Estados Unidos (Rico, 2013, 237). Si bien Garretón (1983, 1984) contextualiza históricamente la irrupción de estos nuevos autoritarismos en la región, su esquema no periodiza la fase previa a la ruptura institucional con la que aquellos se inauguran. Dentro de los enfoques desarrollados para el caso uruguayo, Rico (2013) y Demasi (2013) han referido especialmente a la antesala del golpe de junio. Ambos autores reconocen las dificultades que implica consensuar en una cronología común, y aunque comparten varios aspectos de la propuesta clásica de González, plantean, cada uno de ellos, una periodización alternativa que contempla los hechos clave que precedieron a la disolución del Parlamento. Rico denomina como el “camino democrático a la dictadura” al periplo recorrido entre la asunción del colorado Jorge Pacheco Areco como Presidente constitucional en diciembre de 1967, y el golpe de Estado ejecutado por su sucesor y “correligionario”, el también Presidente constitucional Juan María Bordaberry, en junio de 1973 (2013,187-188). El autor remarca que ambas administraciones, si bien se encuadraron dentro del sistema democrático-republicano de gobierno, y bajo la vigencia del Estado de derecho, funcionaron con una práctica estatal autoritaria y actuaron la mayoría del tiempo como “gobiernos de crisis” y “bajo decreto” (2013,188-189). Ante la excepcionalmente grave situación política que vivía el país en esos años de crisis socio-económica y guerrilla urbana, y en base a un discurso oficial que disparaba contra la “inadecuada” legislación existente para combatir las nuevas modalidades delictivas, el gobierno apeló justamente a medidas de excepción, aunque constitucionalmente previstas, para ampliar sus facultades decisorias y punitivas, y reponer así el orden. El problema radicó en que el asiduo y prorrogado uso de esas prácticas8 convirtió a lo extraordinario en rutina, y fue consolidando un discurso conservador y autoritario, un orden coactivo con libertades civiles recortadas, y un Poder Ejecutivo con restringido contralor horizontal (parlamentario y judicial). A ello se sumó la creación de nuevos organismos e instituciones no previstos en el organigrama estatal y de cuestionable constitucionalidad (2013, 196). Ahora bien, el autor subraya que, a pesar del deterioro institucional que se procesó entre 1967 y 1973, en virtud de que los “gobiernos de crisis” y “bajo decreto” del período se ampararon en la Constitución y en el Estado de derecho, no puede definírselos bajo el concepto de “dictadura”, aunque sí puede caracterizarse como autoritario su ejercicio del poder estatal (2013, 204). Rico (2013,197-198) distingue tres momentos en este “proceso de degradación de la democracia y el Estado de derecho”: i) en un primer momento (fines de 1967-1971) coexistieron fórmulas constitucionales liberal-garantistas (incluyendo la celebración de elecciones nacionales en 1971) con la sucesiva aplicación de medidas de excepción (como las Medidas Prontas de Seguridad desde 1967), impulsadas por el Poder Ejecutivo y aprobadas por el Legislativo; ii) en una segunda etapa (1971-1972), a la situación anterior se añadió, dentro del propio Estado de derecho, la institucionalización de relaciones autoritarias de poder: se legalizó la injerencia de la justicia militar y se institucionalizó el poder militar al decretarse el “estado de guerra interno” (1972)9; iii) finalmente, en una tercera fase (febrero-junio de 1973), el intento de “putsch militar” del mes de febrero 10 y el posterior acuerdo entre el Presidente Bordaberry y los militares sublevados 11, derivaron en la definitiva institucionalización del nuevo rol político de las FFAA, procediéndose a la creación del Consejo de Seguridad Nacional (COSENA) como órgano estatal asesor del Ejecutivo. La mesa estaba servida para el golpe del mes de junio. Demasi coincide con Rico respecto a que la dictadura uruguaya no puede comprenderse sin dar cuenta del deterioro institucional iniciado a partir de 1967, mas enfatiza que “los hechos de febrero de 1973 representan un cambio irreversible que señala el comienzo de una época diferente en esa larga transformación”. Para el autor, la institucionalización de la participación de los militares en el gobierno a través del COSENA, significó un punto de inflexión, y dio inicio a una nueva institucionalidad política que podría catalogarse como “paraconstitucional”(Demasi, 2013, 20). Así, la crisis de febrero podría señalarse como un inicio de la dictadura (2013, 10).
Fase reactiva (27/6/1973 – 12/6/1976)
a. La lógica defensiva y la lógica transformadora
La primera fase planteada por Garretón, de carácter reactivo, puede fijarse entre el golpe de Estado que ejecutó Bordaberry el 27/6/1973, y que no sólo dio inicio a la dictadura-institución, sino que en el mismo acto, lo convirtió en dictador (Rico, 2013, 206), y la destitución de tal dictador el 12/6/1976, por parte de las mismas FFAA con las que había consumado la ruptura institucional tres años antes. Con el “autogolpe” de Bordaberry (Rico, 2013, 206), fueron disueltas las Cámaras de Senadores y de Representantes, disponiéndose en su lugar, la creación de un “Consejo de Estado” (instalado en diciembre de 1973) como órgano que cumpliría las funciones legislativas 12. Más allá de esa innovación, a la que debe agregarse un nuevo articulado de la Ley Orgánica Militar aprobado en febrero de 1974 (donde se potenciaba la acción del COSENA), en esta etapa, la dimensión fundacional o transformadora planteada por Garretón, aún no estuvo activada. Se impuso, sin embargo, la lógica reactiva o defensiva. Tras su instauración, el régimen desplegó una dura represión expresada en la destitución, proscripción, exilio, encarcelamiento, tortura, desaparición forzada o asesinato de sus opositores (políticos, sindicales, sociales, estudiantiles). El gobierno de facto disolvió la Convención Nacional de Trabajadores (CNT)13 (30/6/1973); decretó una Reglamentación Sindical que luego suspendió (1/8/1973); intervino la Universidad de la República (UdelaR) (27/10/1973); ilegalizó partidos y organizaciones de izquierda, así como a la Federación de Estudiantes Universitarios del Uruguay (FEUU) (28/11/1973). Todo ello so pretexto de que urgía restablecer el orden y rescatar a la nación de la anarquía en la que había caído. Esta primera fase de carácter reactivo y contrarrevolucionario pero sin mentadas transformaciones institucionales, coincide con la primera etapa que plantea González (1985, 104-105), para quien, desde el punto de vista político:
Entre 1973 y 1976 el régimen es una dictadura comisarial en el sentido clásico de la expresión. Su propio discurso lo define como un régimen de excepción. No presenta proyecto político propio para el futuro: se trata de poner la casa en orden para reconstruir luego la democracia, al menos alguna clase de democracia.
b. De civiles y militares
Los partidos políticos mayoritarios, actores centrales de la democracia derrocada, rechazaron el coupy la dictadura, mas cesaron su actividad pública, y cuando reclamaron su pleno funcionamiento, fueron descalificados por Bordaberry que les advirtió: “estamos en el tiempo de la nación y no en el de los partidos”(Nahum, 2000, 330). Efectivamente, los actores protagonistas de este momento no fueron los partidos, sino las FFAA que, como apunta Rico (2013, 212), convirtieron en una “misión” a aquellas “funciones comisariales” que los representantes políticos le habían conferido en el período pre-golpe. Además del rol central de los militares, Demasi subraya la relevancia del Presidente de facto en esta primera fase del régimen que ubica entre la “crisis constitucional”de febrero (1973) y el relevo del Primer Mandatario (1976). El autor observa que, desde el “Pacto de Boiso Lanza”, Bordaberry había logrado receptividad en los mandos castrenses, quienes veían una sintonía entre sus opiniones y las de aquel. Así, “se había transformado en la figura principal de un gobierno donde los civiles todavía conservaban importancia” (Demasi, 2013, 41). Manifestaciones de tal importancia de los civiles, se expresaron en designaciones como la del político Martín Echegoyen, nombrado primer Presidente del Consejo de Estado, así como también en la existencia de un elenco de funcionarios civiles, particularmente relevante en las áreas de servicio exterior (Markarian, 2013) y economía y finanzas (Yaffé, 2013, 174). Concretamente, las tareas de conducción económico-financiera del régimen se repartieron entre funcionaros militares y funcionarios civiles, destacándose entre estos últimos, un elenco compuesto por ideólogos y técnicos afines al paradigma neoliberal y a los lineamientos de los organismos internacionales de crédito (Yaffé, 2013, 174). Entre los civiles de mayor relieve se encontraba el Ingeniero Alejandro Vegh Villegas, doctorado en Harvard, con antecedentes políticos en la Lista 15 del Partido Colorado (PC) y en cargos de gobierno. Imbuido en una orientación pro-mercado, Vegh se desempeñó como titular del Ministerio de Economía y Finanzas entre julio de 197414 y setiembre de 1976, y nuevamente entre diciembre de 1983 y febrero de 1985. A su vez, fue miembro del Consejo de Estado (1976-1979) y Embajador uruguayo en Estados Unidos (1982-1983). Aparte de su papel técnico, Vegh tuvo, desde su condición más política, una relevante participación en el último tramo de esta primera fase, que culminará con lo que Demasi (2013, 44) llamó “el golpe dentro del golpe”.
c. La destitución del dictador y la apertura que no fue
Si bien en junio de 1973 Bordaberry había anunciado que superado un breve lapso sin contralor parlamentario, se celebrarían elecciones en noviembre de 1976, tal como estaba previsto en el calendario del quebrantado orden constitucional anterior, al aproximarse esa fecha, tanto el Presidente de facto como la alta oficialidad, consideraron necesario postergar los comicios y mantener la situación de prohibición de las actividades políticas. La postergación de las elecciones exigía definir un nuevo rumbo. Siguiendo a Caetano y Rilla (1987, 35-36): “en 1976 poco le restaba por hacer a una dictadura «comisarial», debiendo optar entonces entre un enfoque más o menos «aperturista» o «fundar» algo nuevo”.Las FFAA ya habían comenzado a evaluar qué hacer con los comicios en 1975, durante el llamado “Año de la Orientalidad”, e inicialmente existía consenso en su seno para, además de suspender las elecciones, extender el mandato de Bordaberry. Sin embargo, al consultar la opinión de éste y conocer su particular planteo, empezaron a manifestarse divergencias (Demasi, 2013, 44). Por otra parte, en el ínterin, y posiblemente con el aval de algún sector de la alta oficialidad castrense (Demasi, 2013, 46), el Ministro Vegh había iniciado una ronda de conversaciones informales con actores militares y civiles para analizar la situación y “explorar posibilidad de una transición más o menos rápida” (Lessa, 2003, 230). Fruto –al parecer– de la casualidad, estableció contacto con el frenteamplista Zelmar Michellini, quien en su exilio en Argentina tenía a su vez vínculo con Wilson Ferreira Aldunate, líder nacionalista a quien Vegh quería acceder. Pero en medio de esas conversaciones, el secuestro y homicidio del ex Senador Michelini y del ex Diputado banco Héctor Gutiérrez Ruiz, cuyos cuerpos sin vida aparecieron junto con los de dos militantes tupamaros el 20 de mayo de 1976, en Buenos Aires, truncaron cualquier intento de acercamiento con los políticos (Lessa, 2003, 231). Paralelamente, Vegh también había intercambiado pareceres con Bordaberry, quien entre fines de 1975 e inicios de 1976 le hizo llegar (a él y a otros referentes de su confianza) la propuesta que presentaría a los mandos castrenses. La misma resultaría tan inconcebible (tanto para militares como para civiles, tales como el propio Vegh o Pacheco Areco) que, finalmente derivaría en la destitución del Presidente de facto el 12/6/1976. Las diferencias entre Bordaberry y la oficialidad referían fundamentalmente a: los plazos a fijarse para la puesta en vigencia de una nueva Carta Magna; el planteo presidencial de eliminar a los históricos partidos tradicionales y sustituirlos por “corrientes de opinión espontáneas”; la supresión de las consultas electorales y su reemplazo por algún régimen de sucesión presidencial con intervención del COSENA; el papel y el alcance de la participación de las FFAA en la conducción de distintas áreas del gobierno (Caetano y Rilla, 1987, 37). El fin de la “dictadura de Bordaberry” (Demasi, 2013) marcó un hito en la trayectoria del régimen que, en sus primeros años, como señala Rico (2013), se caracterizó por ser una dictadura cívico-militar de tipo autoritario-conservadora, cuyos “comisarios” se concentraron en restablecer el orden por la vía represiva. A partir de entonces, sin desactivar el elemento reactivo, se abriría una nueva etapa en la cual, en términos de González (1985) se “ensayaría” un nuevo rumbo. Siguiendo a Caetano y Rilla (1987, 63): “1976 era sin dudas un año crucial (...) la clave –para los militares– residía en superarlo sin elecciones, pero con un plan político de mediano plazo que diera para la fundación del «nuevo orden»”.
Fase fundacional (12/6/1976 - 1980)
a. Una nueva y transitoria institucionalidad
La propuesta de cronología de este trabajo ubica a la segunda fase de la dictadura uruguaya entre el momento posterior a la remoción de Bordaberry, el 12/6/1976, y el rechazo de la ciudadanía al proyecto de reforma constitucional del régimen, votado en el plebiscito del 30 de noviembre de 1980. Tanto González (1985) como Caetano y Rilla (1987), Demasi (2013) y Rico (2013), coinciden en identificar al año 1976 con el comienzo de un nuevo momento en la trayectoria del régimen. A la segunda fase del régimen, que en el esquema de Garretón recibe el nombre de “fundacional”, González le llama “ensayo fundacional”; Caetano y Rilla, en consonancia con aquel, hablan del “intento” de “fundar” una “Nueva República”; Demasi, subraya la “supremacía militar”, y Rico (cuya periodización marca el inicio de la de la segunda etapa en 1975, e incluye dos momentos que se superponen) refiere a una fase “constituyente, fundacional o soberana finalmente fracasada”. Este trabajo comulga con la perspectiva de que, en este segundo momento, si bien se intentó constituir un “nuevo Uruguay” sobre unas bases autoritarias que pretendían constitucionalizar la participación política de los militares, en definitiva, ese ensayo no se tradujo en la concreción de un nuevo “proyecto histórico”, fracasando así la dimensión fundacional o transformadora. Tal dimensión fundacional finalmente trunca, tuvo sus primeras expresiones en la aprobación unilateral por parte de las FFAA de los denominados “Actos Institucionales”, una serie de normas a las que se les otorgaba rango constitucional, y que sustituirían a la Constitución de 1967 hasta que se aprobara una nueva Carta Magna. La situación política planteada tras la salida de escena de la última figura que, al menos en su momento, había sido elegida por voto popular, requería poner en práctica una nueva institucionalidad. El mismo día en que se relevó a Bordaberry, el Presidente del Consejo de Estado, Alberto Demicheli (sucesor de Echegoyen tras la muerte de éste), abogado y con trayectoria política en el PC, fue designado Presidente. De inmediato firmó los dos primeros actos, que dispusieron la suspensión de las elecciones previstas para noviembre de ese año (Acto N°1), y la creación de un Ministerio de Justicia y de un Consejo de la Nación (entidad que se integraría por el Consejo de Estado y la Junta de Oficiales Generales, y que se encargaría de preparar una nueva constitución) (Acto N°2). La presidencia de Demicheli duró poco; su negativa a firmar el Acto N°4, con el cual se proscribía (con distintas gradaciones) a unos 15.000 dirigentes y militantes políticos, impidiéndolos de participar en actividades políticas durante quince años, derivó en su reemplazo. El 1 de setiembre de 1976, Aparicio Méndez, abogado y ex militante del Partido Nacional (PN), que hasta entonces integraba el Consejo de Estado, fue nombrado Presidente de facto por cinco años, hasta 1981. Méndez sí rubricó el Acto con el cual los militares, sin negar a los partidos políticos, apuntaban a su total renovación, convencidos de la responsabilidad de la vieja clase política en el avance del marxismo y la subversión previo a la instalación del régimen (Caetano y Rilla, 1987, 64).
b. La dimensión reactiva en clave de terrorismo de Estado
En esta fase de pretensiones fundacionales, la dimensión reactiva, lejos de quedar en un segundo plano, potenció los niveles de crudeza y sofisticación con que se violaron los derechos humanos de los uruguayos. En tal sentido, Rico (2013, 236) ha referido a una “dictadura de tendencia totalitaria o de abierto terrorismo de Estado” para dar cuenta del período comprendido entre fines de 1975 y 1978. Desde la academia internacional, Stepan (1988, 32) reflexiona en igual sentido, al tiempo que desde la academia local, Yaffé (2012, 20) secunda a Rico, acotando que en esos años, “la represión adquiere tal magnitud, tanto en intensidad (métodos) como en extensión (víctimas) que el miedo a sufrir las consecuencias de la represión se vuelve un factor clave para desalentar o desactivar cualquier intento de organización y resistencia”.
En Uruguay, a diferencia de otros países de la región, la principal estrategia represiva del régimen no fue el asesinato (como en Chile), o la desaparición forzada de personas (como en Argentina), sino el masivo y prolongado encarcelamiento (la cifra de presos políticos ronda las 6000 personas). No obstante, entre fines de 1975 y 1978, se multiplicaron los casos de uruguayos detenidos desaparecidos, con miras, no sólo a borrar del mapa a ciertos individuos, sino a eliminar a colectivos íntegros (partidos, organizaciones políticas y sociales, agrupaciones de izquierda)15. Este recrudecimiento de la represión (que se encuadró en un accionar coordinado con dictaduras vecinas), se sumó a la extendida práctica de la tortura a la que eran sistemáticamente sometidos los detenidos en las abarrotadas cárceles y centros de reclusión (en algunos casos clandestinos) a lo largo y ancho del país. En esta fase, de hecho, el régimen llegó a establecer formalmente la tutela del Estado sobre los derechos humanos (Acto Institucional N°5) (20/10/1976), al tiempo que también concretó miles de despidos de funcionarios públicos en el marco del llamado “saneamiento de la Administración Pública” (Acto N°7) (27/6/1977). En este escenario de violencia política extrema, la oposición al régimen que no había sido encarcelada, desaparecida o asesinada, permanecía silenciada y desmovilizada. Empero, la sistemática violación de los derechos humanos no tardó en ser denunciada en organismos internacionales por muchos uruguayos desde el exilio 16.
c. El ensayo fundacional de una nueva legitimidad ¿y de un nuevo liberalismo?
A la sombra de este clima de temor-terror, la población uruguaya, en general, yacía pasiva, al tiempo que era bombardeada, a través de todos los medios de comunicación disponibles, por una parafernalia propagandística, y por el despliegue de actividades culturales de un régimen que buscaba edificar nuevas bases de legitimación 17. Siguiendo a Marchesi (2013,337): “si se trataba de una real «refundación» del Uruguay, el proyecto también requería cambiar las maneras en que los uruguayos se habían relacionado con su cultura nacional en las últimas décadas”. La dictadura procuró entonces, construir un nuevo imaginario nacional fundado en un “nuevo Uruguay”, cuya clave fundamental descansaba en el impulso nacionalista. El mismo habría de ser promovido y apoyado por un sistema de medios de comunicación y por referentes de la intelectualidad y la cultura. En suma, las principales piezas de esta apuesta apuntaban a la exaltación patriótica, la creación de una esfera pública restringida y la implementación de políticas públicas hacia a la juventud (que no se había socializado en el “viejo Uruguay”). Así, durante esta segunda fase, la lógica fundacional, además de expresarse en el intento por instituir nuevas reglas de juego político, se plasmó en la búsqueda de un “consenso autoritario” en la sociedad (Marchesi, 2013). A su vez, todo esto se contextualizó en un clima de expansión de la economía que, luego de un largo período de estancamiento, había iniciado un proceso de recuperación (1973-1974) y finalmente retomado la senda del crecimiento (desde 1975). Este despegue económico se inscribió dentro de un modelo de acumulación capitalista, y en línea con una orientación liberal que, si bien ya se venía ensayando desde finales de 1959 (tras la aprobación de la Ley de Reforma Monetaria y Cambiaria), contaba ahora con óptimas condiciones para profundizar su implementación, sin tener que enfrentar las resistencias políticas y sociales que se habían manifestado en defensa del interventor “Estado de compromiso” previo a la dictadura. Ahora bien, como se verá próximamente, el impulso del nuevo liberalismo promovido por los tecnócratas civiles del régimen, sí encontraría sus frenos, y lo haría, no en la oprimida oposición política y social, claro está, sino, en los mandos militares (Yaffé, 2013, 174-176).
d. La propuesta de una “nueva democracia” y el plebiscito constitucional de 1980
Hacia 1977, las FFAA anunciaron un “plan político” que había sido aprobado en el “Cónclave de Santa Teresa” (agosto, 1977), y que delineaba un itinerario hacia una “prudente apertura” (en palabras del General Abdón Raimúndez) (Caetano y Rilla, 1987, 70). El mismo preveía la depuración de los partidos tradicionales conforme a estatutos y a carta orgánica; el sometimiento a plebiscito, en noviembre de 1980, de una nueva Constitución que incorporaría los Actos Institucionales decretados y; la convocatoria a elecciones nacionales, en noviembre de 1981, con candidato único de los “ya depurados” partidos tradicionales y sufragio universal. Con este movimiento, el gobierno procuraba legitimar su accionar a través de las urnas. Sin embargo, la “nueva democracia” que se proponía, y que se expresaba claramente en el proyecto de reforma constitucional, era, como señala González (1985, 106), cualitativamente distinta a la democracia liberal, y encarnaba, en cambio, una “democradura”, con participación y representación restringida, y bajo la tutela de las FFAA. En palabras de Rico (2013, 236): “en una segunda etapa de corte fundacional, ya no se trata de defender la constitución sino de crear una nueva Carta que legalice otro ordenamiento estatal y civil de corte autoritario”. Luego de una breve campaña electoral en la que el oficialismo estuvo omnipresente y la oposición sufrió fortísimas restricciones para expresarse, el resultado del plebiscito celebrado el 30 de noviembre de 1980 sorprendió a propios y ajenos. Contra viento y marea, y con una participación del 87% de los habilitados, la opción del “NO” a la nueva Constitución se impuso con el 57% de los votos, registrándose 43% adhesiones por el “SÍ”. Este rechazo popular al proyecto echaba por tierra todos los intentos fundacionales de un régimen que ahora, en lugar de una “prudente apertura”, se parecía enfrentarse a una “una apertura inesperada” (González, 1982). En términos de Rico (2013, 236), el intento de la dictadura por consolidar un “poder soberano” naufragó después del resultado de la consulta popular. Según el autor, a partir de entonces, el régimen reforzó su carácter militar, ingresando hacia 1981, con la asunción del Teniente General (r) Gregorio Álvarez como Presidente de facto, en un período de personalización del poder.
e. En suma: el fracaso de un “proyecto histórico” que nunca fue
Garretón (1983,1984) alude a un “proyecto histórico” o “proyecto fundacional” que estas dictaduras pretenden implantar en la segunda fase de su trayectoria, y que exige una nueva institucionalidad destinada a sentar las bases para un nuevo modelo de relaciones sociales y un nuevo modelo de relación Estado-sociedad. Retomando la formulación de Garretón, González (1985) prefiere hablar de un “ensayo fundacional”, en el entendido de que el régimen uruguayo no tenía un “proyecto fundacional”. Para este autor, el enfoque de Garretón está pensado para el caso de Chile, donde la dictadura también plebiscitó un proyecto de reforma constitucional en 1980, consiguiendo su aprobación. En palabras de González (1985, 108-109), muchos aspectos del texto constitucional uruguayo de 1980, y también la forma en que se llevó a cabo el plebiscito, muestran que la «democradura» proyectada era un híbrido. Intentaba conciliar tradiciones políticas nacionales con elementos de lo que podríamos sintetizar –a falta de mejor expresión– como la «doctrina de la seguridad nacional». El más visible –no necesariamente el más importante– de los componentes tradicionales era el rol asignado a los partidos.
Por otra parte, el proyecto histórico al que alude el esquema de Garretón, apunta a la construcción de un nuevo orden socio-político coherente con un modelo económico orientado a la reestructuración capitalista interna y a la reinserción en el sistema capitalista mundial, donde juegan un rol fundamental las concepciones neoliberales y tecnócratas aportadas por elencos de expertos civiles. Al reflexionar sobre la dictadura y el neoliberalismo en Uruguay, Yaffé (2012, 2013) pone en cuestión, no las generalidades, pero sí el alcance de los estos elementos señalados por Garretón, al menos para el caso uruguayo. Así, argumenta que, aunque el programa neoliberal registró avances parciales en el país, de ninguna manera puede hablarse de una reestructura total en ese sentido. Y agrega que:
Si bien es cierto que algunos de los actores civiles que se involucraron en el golpe y en el régimen dictatorial efectivamente eran abanderados y promotores de una reestructura económica y social en clave neoliberal, los militares nunca tuvieron ese proyecto en su propia agenda y fueron, por el contrario (…) quienes pusieron frenos a su implementación, negándose, por ejemplo, a privatizar las empresas estatales, o a reducir el gasto público como lo reclamaban los neoliberales desde adentro y fuera de las estructuras del gobierno autoritario (2012, 23).
Aquí, nuevamente, salen a la luz las diferencias entre la dictadura uruguaya y la chilena.
Fase de administración de crisis recurrentes (1981-1983)
a. El principio del fin
Tanto González (1985) como Caetano y Rilla (1987), Demasi (2013) y Rico (2013), identifican, desde el punto de vista político, tres grandes momentos a lo largo de la dictadura uruguaya. El esquema de Garretón (1983, 1984), en cambio, plantea cuatro fases en la trayectoria de los regímenes autoritarios del Cono Sur. Este trabajo sobre el caso uruguayo se ajusta a esa propuesta de periodificación, en el entendido de que el último tramo del autodenominado “proceso cívico-militar” puede subdividirse en dos etapas. En una primera instancia (tercera etapa del régimen), los militares procuran administrar su retiro de la mejor manera posible a sus intereses, al tiempo que enfrentan una serie de presiones y crisis que moldean sus condiciones de salida. En un segundo momento (cuarta etapa), el régimen, de acuerdo a su propio cronograma político, termina entregando el poder a un gobierno civil elegido popularmente, a la luz del triunfo de los sectores opositores en todo el sistema político, pero a la sombra de unos comicios con importantes proscripciones. Asumiendo que el rechazo popular al proyecto constitucional de los militares significó un momento bisagra, puede señalarse que la primera parte del tránsito hacia la recuperación democrática en Uruguay, o la tercera fase del itinerario de la dictadura (“el principio del fin”), devino tras el triunfo de la oposición en el plebiscito de 1980, extendiéndose durante tres años hasta la multitudinaria manifestación del Obelisco, el 27 de noviembre de 1983. Tras aceptar el pronunciamiento de las urnas, el gobierno suspendió toda actividad política y anunció que presentaría un nuevo cronograma político. Después de seis meses de silencio y desconcierto en los que el régimen procesó una serie de reajustes internos –incluyendo cambios en la cúpula militar–, en julio de 1981, sin previo aviso, la Comisión de Asuntos Políticos (COMASPO) convocó a algunos dirigentes opositores y les comunicó un nuevo plan. Las “bases para el diálogo” del mismo, preveían un período de transición de tres años a partir de la designación de un nuevo Presidente en setiembre de 1981 (que terminaría siendo Álvarez); la aprobación de un estatuto para los partidos políticos; la aprobación de una reforma constitucional a ser pactada con los partidos; la paulatina desproscripción de dirigentes políticos y; la celebración de elecciones nacionales en noviembre de 1984 con traspaso del poder a quien resultara victorioso en esa instancia. En palabras de Caetano y Rilla (1987,93):
el nuevo plan político preparado por la también nueva Junta de Oficiales Generales reconocía, de manera implícita, algunas de las razones del fracaso militar. En efecto, se proponía un proceso que otra vez apuntaba al consenso de la sociedad civil; pero en esta instancia, el gobierno buscaría la mediación de los partidos políticos.
b. Una de serie de situaciones críticas concatenadas
Garretón ubica a la tercera fase de la trayectoria de las dictaduras del Cono Sur en un contexto de deterioro de la economía y de gradual debilitamiento del apoyo al régimen. Ello, de la mano del despertar de una sociedad civil que empieza a manifestar su descontento, y de una oposición políticopartidaria que, aún bajo fuertes restricciones y proscripciones, comienza a emprender su retorno a la vida pública. En base a estos elementos, pueden identificarse al menos tres situaciones críticas para la dictadura uruguaya: i) El declive de la economía y la erosión de las bases de apoyo al régimen. Hacia 1982, la economía uruguaya, que desde 1974 había vivido un proceso de crecimiento en clave aperturista y liberalizadora –en coexistencia con altos niveles de endeudamiento externo e inflación, y con bajos niveles salariales– , ingresó nuevamente en recesión. El 25 de noviembre de ese año, la crisis económico-financiera tuvo su clímax en la llamada ruptura de la “tablita”, con una brusca y fuerte devaluación que resultó lapidaria para una economía tan dolarizada como la del Uruguay de entonces (Yaffé, 2013, 134). Este adverso escenario deterioró las bases de apoyo de un régimen que ya había comenzado a generar reparos en sectores del agro (contrarios a ciertas medidas liberalizadoras), y que ahora sumaba el descontento de los industriales, quienes discrepaban con una política económica que, según entendían, sólo favorecía al sector financiero y bancario (Nahum, 2000, 338). Esta insatisfacción, que era compartida por amplios espectros de la población abatidos por la suba del desempleo y la precarización de la calidad de vida, fue alimentando el crecimiento del campo disidente, lo cual, a su vez, significaba un importante aliciente para los actores políticos opositores. ii) El triunfo de la oposición en las elecciones internas de los partidos políticos. Luego de meses de complejas conversaciones entre la COMASPO y la oposición -en el marco de las cuales el gobierno comenzó a desproscribir dirigentes políticos y restableció parcialmente el derecho de reunión-, en junio de ,982 el Consejo de Estado aprobó un Estatuto de los Partidos Políticos. El mismo surgió con el acuerdo del PC, la discrepancia de la mayoría del PN y la exclusión del Frente Amplio (FA). En este escenario, los lemas tradicionales y la pequeña Unión Cívica (UC) fueron rehabilitados para participar de una elección interna de carácter no obligatorio y a padrón abierto, en la que se elegirían sus autoridades. El resultado de los comicios internos celebrados el 28 de noviembre de 1982, en medio del feriado bancario decretado tras la debacle de la “tablita”, implicó para el régimen un golpe aún más duro que el del plebiscito de 1980. Con una participación del 60,5% de los votantes habilitados, los sectores opositores consagraron una victoria contundente, cosechando el 76% de los votos del PN (que en conjunto captó al 49% de los electores) y el 69,7% del PC (que tuvo el 42% del total de los sufragios). El FA, marginado de la elección, llamó a votar en blanco alcanzando 6,8% de las adhesiones (superando los 85 mil votos). Los sectores afines a la dictadura sólo lograron el 23% de los votos (González, 1985, 111-112).
iii) La resurrección de la sociedad civil. Al tiempo que la actividad partidaria iba renaciendo, la sociedad civil también comenzaba a retornar a la vida pública. La aprobación de la “Ley de Asociaciones Profesionales” en mayo de 1981, significó un paso importante en ese sentido, y abrió espacios para la (re)organización de los trabajadores. Asimismo, si bien la CNT y la FEUU permanecían ilegalizadas, en abril de 1982, el movimiento estudiantil creó la Asociación Social y Cultural de Estudiantes de la Enseñanza Pública (ASCEEP), y un año más tarde, el movimiento sindical se nucleó en torno al Plenario Intersindical de Trabajadores (PIT). El 1 de mayo de 1983, el flamante PIT organizó el primer acto por el Día de los Trabajadores en una década, suscitando una multitudinaria participación. Otros hitos del despertar de la sociedad civil estuvieron dados, en el fermental año de 1983, por la estruendosa “caceroleada” del 25 de agosto, por la masiva marcha estudiantil del 25 de setiembre –convocada por ASCEEP en el marco de la “Semana del Estudiante”–, y por el imponente acto público del 27 de noviembre, en el que la sociedad civil y la sociedad política se congregaron alrededor del Obelisco de los Constituyentes de 1830, clamando al gobierno (“a esos sordos que no querían oír”) “por un Uruguay democrático sin exclusiones”.
c. La lógica reactiva vs. la lógica liberalizadora ante el agotamiento de la lógica fundacional
Entre mayo y julio de 1983, en un escenario de aguda crisis económica y creciente agitación social, se desarrolló el “diálogo del Parque Hotel” entre militares y políticos. Esas infructuosas conversaciones, en la que se llegó a plantear una reforma constitucional, significaron, en palabras de Demasi (2013,102) “una sorpresa, ya que los militares replantearon las mismas demandas que habían sido rechazadas en el plebiscito de 1980”. De hecho, el dirigente colorado Enrique Tarigo catalogó al intercambio como un diálogo “entre sordos” (Nahum, 2000, 341). Ante la imposibilidad de que el gobierno y la oposición acercasen posiciones, los partidos terminaron retirándose de las negociaciones con miras a evitar un mayor desgaste. Ello, bajo un clima de recrudecimiento de las medidas reactivas del régimen, clausura de medios de prensa y detención de dirigentes políticos incluidos. En efecto, hacia agosto de 1983, la actividad partidaria fue limitada y se prohibió dar conocimiento a noticias sobre el acontecer político. Más aún, las FFAA amenazaron con dictar una Constitución por su cuenta. Sin embargo, eso finalmente no sucedió, y el calendario que preveía la celebración de elecciones para 1984 se mantuvo. A su vez, a pesar de su cancelación, la instancia de diálogo dio nacimiento a la denominada “Interpartidaria” (integrada por el PC, el PN y la UC) y a la “Intersectorial” (donde además de los partidos autorizados, participaron el FA y movimientos sociales nucleados en el PIT, la ACSEEP, la Federación Uruguaya de Cooperativas de Vivienda por Ayuda Mutua –FUCVAM–, y el Servicio de Paz y Justicia –SERPAJ). Para Demasi (2013, 102-103), si bien “el diálogo del Parque Hotel sumó una nueva frustración a las expectativas de apertura política que se habían acumulado desde las internas”, también pautó una novedad, ya que “era la primera vez, desde el comienzo de la transición, que los partidos se apoderaban de la iniciativa”. En términos de González (1985, 112-113), tras los resultados del plebiscito de 1980 y de las elecciones de 1982, “el régimen había transformado a la oposición en su único interlocutor político legítimo a través de su propia legalidad” y aunque“hizo ruidos amenazantes luego del fracaso de las negociaciones del Parque Hotel (…), en la práctica era visible una cierta liberalización”. Entre los rebrotes reactivos y las rendijas de libertad que se iban abriendo en esta etapa, la dimensión fundacional terminó de naufragar. Para muestra basta otro botón más: hacia 1983, la idea del “partido del proceso” planteada por el Presidente de facto Gregorio Álvarez y sus asesores, fue lanzada y enterrada, fracasando en su intento por concitar el apoyo del grueso de la oficialidad o de políticos afines al régimen.
Fase terminal (1984-1985)
a. El final del fin
La cronología de González (1985), compartida por Caetano y Rilla (1987), establece el inicio de la transición uruguaya en 1980, luego del triunfo del “NO” en el plebiscito, y periodiza la última etapa del régimen autoritario desde entonces hasta la asunción del gobierno poliárquico del colorado Julio María Sanguinetti el 1 de marzo de g. En tanto, Demasi (2013) y Rico (2013), ubican al tramo final de la dictadura entre 1981 y 1985. Para Demasi, esa etapa está pautada por la “crisis del régimen”, y para Rico, corresponde a una “dictadura pretoriana o de conducción corporativa-militar”, que se combina con el momento de transición desde el autoritarismo hacia una democracia con proscripciones. En lo que respecta al presente trabajo, se identifica al cuarto y último momento de la dictadura uruguaya entre 1984 y marzo de g, y se lo inscribe dentro del proceso de transición ya iniciado, con marchas y contramarchas, en la etapa anterior de administración de crisis recurrentes. Según Garretón (1984, 24-25), la “fase terminal” de los autoritarismos del Cono Sur, se distingue analíticamente del llamado proceso de transición, entendiendo por este último: “el interregno entre el régimen militar que termina y el nuevo régimen (democrático)”. Para el autor, la diferencia descansa en que: “las fuerzas y actores sociales que pueden provocar una crisis terminal y desestabilizar un régimen militar, no son necesariamente los mismos que pueden asegurar una transición democrática”. Por su lado, O’Donnell y Schmitter (1991,19), en su conocido estudio Transiciones desde un gobierno autoritario, definen “transición” al “intervalo que se extiende entre un régimen político y otro”, y sostienen que, tras desencadenarse el proceso de disolución de un régimen autoritario, pueden generarse tres situaciones: i) el advenimiento de alguna forma de democracia; ii) el regreso a algún (otro) tipo de régimen autoritario o; iii) una alternativa de carácter revolucionario. En el caso de los países del Cono Sur abordados en dicho estudio, los autores concluyeron que dado el “razonable grado de profesionalización” y la “clara supremacía coactiva” de las FFAA entonces en el poder, la única forma de transitar hacia la democracia política era a través de una negociación pacífica, fundada inicialmente en un proceso de liberalización (la garantía de ciertos derechos que protegieran a los individuos de eventuales arbitrariedades y/o ilegalidades perpetradas por el Estado o por terceros) y, posteriormente, en el (re)establecimiento del sufragio libre, la representación de los intereses y demandas, y la responsabilidad del Poder Ejecutivo frente la ciudadanía (1991, 57-58).
b. La fractura del boque opositor y la persistente tensión entre la represión y la apertura
El año de 1984 fue intenso y decisivo. Apenas comenzado éste, el día 18 de enero, se produjo el primer paro general en más de una década. La medida, que logró un respaldo masivo de la ciudadanía, no pudo ser contenida por los partidos políticos, y redundó en la ilegalización del PIT por parte del gobierno. Dentro de los lemas tradicionales, sólo los sectores “Por la Patria” y la “Corriente Popular Nacionalista” de Ferreira Aldunate dieron su apoyo sin reservas a la paralización. Otros dirigentes políticos, en especial colorados, consideraron que el paro era un error y terminaron retirándose de la Intersectorial, la cual quedó disuelta de hecho.
A pesar de las rispideces, hacia el mes de abril volvía a citarse la Interpartidaria, principalmente a iniciativa del líder frenteamplista Líber Seregni, quien había sido liberado en marzo, tras nueve años de crudo encarcelamiento. Guiado por un discurso de “concertación”, Seregni encontró eco en la convocatoria a una “Multipartidaria” que inicialmente estuvo integrada por el PN, el PC, el FA y la UC. No obstante, dicho ámbito se vio fracturado poco después del retorno al país desde el exilio, e inmediata detención de Ferreira Aldunate, en junio. Mientras el PN se negó a negociar con los militares estando su líder recluido, los demás partidos decidieron retomar el diálogo bajo ciertas condiciones, y así lo expresaron –con la férrea oposición de los blancos–, en una resolución emitida el 26 de junio, en la víspera de la realización de un impresionante paro cívico convocado por la propia Multipartidaria. Tal resolución desencadenó en el retiro de los nacionalistas de la Multipartidaria –que anteriormente ya se habían alejado de la Interpartidaria–, y en la consiguiente ruptura del bloque opositor. La reanudación de las conversaciones con las FFAA también desató un fuerte debate dentro de la izquierda, donde varios sectores eran reacios a la actitud dialoguista promovida por Seregni y sus partidarios. No obstante, el diálogo entre oposición y gobierno fue restablecido, y a partir de su formalización, las FFAA –que bajo la comandancia del Teniente General Hugo Medina en el ejército, se mostraron más flexibles y pragmáticas que en instancias anteriores– procedieron a la desproscripción parcial del FA y de dirigentes de izquierda, a la liberación de presos políticos que ya hubieran cumplido más de media condena, y a la reducción de la presión ejercida sobre la prensa y las movilizaciones populares (Caetano y Rilla, 1987, 122-123). Respecto a la paulatina liberalización del régimen, vale volver a citar a O’Donnell y Schmitter (1991, 19-20), quienes sostienen que un claro indicador de que se ha dado comienzo a una transición está dado por el hecho de que “[los] gobernantes autoritarios, por cualquier motivo, comienzan a modificar sus propias reglas con vistas a ofrecer mayores garantías para los derechos de los individuos y grupos” (1991, 19-20).Demasi (2013, 86) discute esta idea para el caso de la transición uruguaya, subrayando que la misma estuvo signada por la falta de ampliación de garantías, la persistencia de detenciones de activistas y de periodistas, así como la censura a medios de prensa hasta poco antes de celebrarse las elecciones de noviembre de 1984. Sucesos como la muerte del médico Vladimir Roslik (16/4/1984), víctima de las torturas recibidas tras ser detenido en un operativo militar contra militantes del Partido Comunista del Uruguay, así como el mantenimiento de la proscripción de Ferreira Aldunate y Seregni en los comicios de la reapertura, son ilustrativos en ese sentido. Sin duda, aún cuando la dimensión fundacional estaba totalmente desterrada, y cuando el bloque de apoyo a las FFAA de disgregaba cada día más, aquellas mantenían el control de la situación, y así, la dimensión reactiva no se vio cabalmente desactivada hasta la asunción del nuevo gobierno democrático en 1985.
c. Del Club Naval al retorno del Estado de derecho
Entre julio y agosto de 1984, con la participación del PC, el FA y la UC, y la ausencia del PN, se llevó adelante una nueva negociación con los militares que culminó en el llamado “Acuerdo del Club Naval” o, según los nacionalistas que tan duramente lo condenaron, “Pacto del Club Naval”. Como resultado de la transacción, se confirmó la convocatoria a elecciones nacionales para noviembre de 1984, manteniéndose las proscripciones de Seregni y Ferreira Aldunate –para muchos, el gran favorito a ganar los comicios. Además de no conceder la habilitación de ambos candidatos –con la mirada puesta fundamentalmente en el veto al líder blanco–, siguiendo a González (1985, 113-114), las FFAA no cedieron en otro punto relativo a sus condiciones de salida. Para el autor, los militares:“se reservaron un lapso de tiempo prudencial, si no de relativa autonomía institucional, al menos poniendo ciertos límites a la capacidad de manipulación de sus mandos por parte del poder civil”. A su vez, respecto a las prerrogativas con que las FFAA contaron al renacer la poliarquía, es importante señalar que no fue hasta 2005, luego de veinte años de vida democrática y “Ley de Caducidad” mediante, cuando militares y civiles involucrados en crímenes cometidos contra los derechos humanos durante la dictadura, comenzaron a ser juzgados –con incontables trabas y dificultades– por la Justicia civil. El delicado tema de la violación a los derechos humanos no habría sido directamente considerado en la mesa de negociaciones del Club Naval, pero sí habría estado presente de forma “subyacente” o “sobrevolando” en las conversaciones. Luego del acuerdo o pacto, los partidos políticos se aprestaron a concurrir a las urnas. Asimismo, en medio de la campaña electoral volvieron a nuclearse in totum, junto con sectores sociales y empresariales, en el marco de la denominada “Concertación Nacional Programática” (CONAPRO)18. Las elecciones del 25 de noviembre, con proscripciones pero limpias, dieron por ganadora a la fórmula colorada Sanguinetti-Tarigo, y significaron una rotunda derrota para los sectores que apoyaban al régimen. Si bien el mapa electoral de 1984 parecía reproducir el sistema de partidos dibujado por los comicios de 1971, se registraron diferencias importantes, comenzando por la pérdida de cinco puntos del PN, y siguiendo por la interna del PC –donde los sectores pro-batllistas vencieron a los pachequistas–, y del FA –donde el “ala moderada” desplazó a los comunistas a un segundo lugar. El 12/2/1985, Gregorio Álvarez renunció a la Presidencia de la República, asumiendo interinamente en el cargo el Presidente de la Suprema Corte de Justicia, Rafael Addiego Bruno. El 15/2/1985 se instalaron la Cámara de Senadores, la de Representantes y los Gobiernos Departamentales. En tanto, el 1/3/1985, Julio María Sanguinetti tomó posesión de la Primera Magistratura, quedando finalmente establecido el primer gobierno democrático de la postdictadura y restaurado el Estado de derecho.
A modo de cierre: apuntes para caracterizar a la dictadura uruguaya
Como se ha señalado, la dictadura en Uruguay se inscribe en la ola de autoritarismos de nuevo tipo que azotó a América Latina luego de la segunda posguerra, bajo el impacto de la Revolución Cubana y del desarrollo de la Guerra Fría. Asimismo, en el contexto concreto del Cono Sur, la experiencia uruguaya ha sido calificada, a partir de la conceptualización de O’Donnell, en términos de un “Estado burocrático-autoritario”. A partir de lo antedicho, y en base a los criterios propuestos por Sartori para clasificar a las distintas tipologías de dictaduras modernas, a continuación se procurará dar cuenta de las características asumidas por la dictadura uruguaya. i) En base a la intensidad de su extensión y penetración coercitiva, el caso uruguayo ostentó elementos de una “dictadura simple”, en la medida que recurrió a instrumentos de coerción ordinarios (las FFAA y la policía, en especial) para ejercer el poder. Empero, no sólo se valió del uso potenciado de los tradicionales órganos represivos del Estado, sino que llegó a crear una institucionalidad para-estatal, con centros clandestinos de detención y escuadrones de la muerte que imprimieron una innovación en el accionar represivo. Ahora bien, esto no significa que Uruguay haya tenido una “dictadura totalitaria” del tipo de la Alemania nazi, la Rusia estalinista o, incluso, la Italia fascista. Siguiendo a Rico (2013, 231): “en principio (…) la dictadura no llegó a constituir un sistema cerrado de «control total» durante todo el período de su duración: 1973-1985”, aunque sí exhibió una “fase de tendencia totalitaria (o propiamente de terrorismo de Estado)” entre fines de 1975 y 1978.
A su vez, volviendo a las distinciones planteadas por Sartori, así como el caso uruguayo combinó rasgos de una dictadura simple con otros de impronta totalitaria, no presentó, en cambio, características “cesaristas”. Aunque, con miras a encontrar legitimidad y apoyo social, el régimen procuró desplegar una “movilización controlada”, conmemorando actos patrióticos y organizando actividades socio-culturales (desde el “Año de la Orientalidad” al “Mundialito” de 1980), lo cierto es que no movilizó grandes masas. Se caracterizó más bien por la pasividad ciudadana (Demasi, 2013, 42, 55) y por la despolitización de la sociedad civil (Rico, 2013, 229). He aquí una importante diferencia entre el autoritarismo uruguayo y las clásicas experiencias totalitarias europeas. ii) Por otra parte, de acuerdo a su finalidad, en el caso uruguayo no existió un móvil “revolucionario”, como sí hubo en los orígenes de lo que más tarde se convertiría en la Rusia estalinista; por el contrario, la dictadura en Uruguay se caracterizó por ser “contrarrevolucionaria” y “anti-obrera”, al igual que la Alemania nazi y la Italia fascista (Rico, 2013, 227). En efecto, aquella ni siquiera estuvo dirigida a instaurar una “revolución capitalista”. Si bien el autoritarismo uruguayo fue un caso de “dictadura capitalista” –como las experiencias alemana e italiana, mas con un desarrollo capitalista medio, sensiblemente menor al de dichos países europeos (Rico, 2013, 226)–, no desplegó una “revolución capitalista” como algunos autores sostienen que sucedió, por ejemplo, en Chile bajo el privatizador gobierno de Augusto Pinochet (Garretón, 1983, Moulian 1995). Siguiendo a Yaffé (2013, 176), el proceso económico durante la dictadura uruguaya osciló entre un impulso neoliberal, promovido por los técnicos civiles, y un filtro o freno de cuño más estatista, impuesto por los militares, en quienes recaían las decisiones finales. La dictadura aquí no estuvo orientada a alterar el status quo, sino a restablecerlo. Fue un régimen “reaccionario” al cambio socio-político que amenazaba con irrumpir hacia los años ‘60 y ’70, y, consiguientemente, “conservador-restaurador” del viejo “orden” que –según se entendía– había sido puesto en riesgo por fuerzas subalternas. Estos rasgos fueron particularmente notorios durante la primera fase dictatorial, de tipo “reactiva” o “comisarial” (973-1976), pero aún superado ese momento, ya en una segunda etapa de pretensión fundacional (1976-1980), la dictadura uruguaya tampoco logró plasmar un “proyecto histórico” acabado y capaz de sentar las bases para instaurar un “nuevo orden”. Fracasó en el intento (González, 1985; Rico, 2013). iii) En lo que refiere al origen del personal al frente del régimen, el gobierno de facto en Uruguay fue dirigido por la casta militar, junto con un elenco de políticos profesionales y de civiles provenientes de la tecno-burocracia. Si bien el “Estado burocrático-autoritario” uruguayo no fue ajeno a la figura del dictador, tampoco configuró un poder monocrático encarnado en un “dictador-persona”, sino que se erigió como una “dictadura-institución”, con una conducción de integración mixta y de carácter cívico-militar (Rico, 2013, 217). Paralelamente, así como no hubo aquí un líder carismático fascinador de masas ejerciendo el poder, tampoco existió un partido único que oficiara de “vanguardia” para conducir el “proceso”. Los esfuerzos de algunos sectores del régimen por constituir un “partido del proceso” no encontraron acogida alguna. Estos elementos también distinguen al autoritarismo uruguayo de los clásicos totalitarismos europeos (Rico, 2013, 230). iv) Finalmente, el criterio ideológico pone de manifiesto otra diferencia entre la dictadura uruguaya y experiencias totalitarias como la nazi y la estalinista. Mientras estas últimas se asentaron en una elaborada e intensamente arraigada concepción doctrinaria, el régimen uruguayo, más allá de haber bebido de las aguas de la DNS, y de haber explotado discursivamente la fórmula de oposición binaria “amigo-enemigo”, careció de un fundamento ideológico sistematizado. Su “mentalidad” autoritaria, dijera Linz (1964), combinó componentes de la mencionada DNS con elementos tradicionales del catolicismo integral y el conservadurismo ruralista, y con ingredientes más “modernos” asociados a la tecnocracia neoliberal (Rico, 2013, 229). En suma, el régimen “de excepción” que se instaló en Uruguay el 27/6/1973, y que interrumpió la sólida y longeva tradición democrática del país hasta la recuperación poliárquica, el 1/3/1985, se caracterizó por configurar una dictadura autoritaria, con innegables tendencias totalitarias –especialmente potenciadas en ciertos momentos de su trayectoria–, e inserta en un modelo de acumulación capitalista que nunca pudo superar su perfil de inserción asimétrica. Sin contar con un cuerpo doctrinario nítidamente desarrollado, pero guiado por móviles claramente contrarrevolucionarios, el régimen uruguayo reaccionó contra la emergencia de fuerzas políticas y sociales de izquierda a las que percibía como una amenaza para el mantenimiento del status quo. Comandado por un elenco “de pocos” hombres, de origen militar y civil, el gobierno dictatorial desplegó todos los instrumentos represivos al alcance del Estado –más otros nuevos– para restaurar el viejo orden, mas sin lograr fundar e institucionalizar un nuevo orden socio-político, ni siquiera uno conservador.
Referencias
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Notas
1 La literatura identifica una gran variedad de regímenes no democráticos que, por motivos de espacio, no podrán aquí abordarse. Para una ampliación de enfoques, ver por ejemplo: Linz y Stepan (1996) y Linz (2001) (citados en Pasquino, 2011).
2 Mientras en 1973, de un total de 122 estados 24,6% eran no democráticos, en 1990 de un total de 129, 45 % sí lo eran.
3 Citado en Pasquino (2011, 289).
4 Citados en Kershaw (2013); Traverso (2012, 201-202) y Pasquino (2011, 296).
5 Esa “percepción de riesgo” (graficada como “la amenaza del comunismo” o de la subversión), derivó en una feroz represión tendiente a restaurar el orden social precedente, y a “normalizar” la economía (O’Donnell, 1981, 4-5), sustituyendo los modelos populistas, desarrollistas y fundados en el intervencionista Estado de compromiso, por un orden político autoritario y excluyente, abocado a la profundización capitalista.
6 Cabe citar también la periodización que en ese mismo texto plantea Marchesi, quien retoma el esquema de González para adaptarlo a las etapas atravesadas por las políticas y expresiones culturales durante la dictadura y, asimismo, el análisis que realiza Markarian respecto a la trayectoria de las relaciones exteriores del régimen.
7 La periodización de Yaffé se basa en el proceso económico de la dictadura, lo cual, según el mismo autor señala, no necesariamente se corresponde con las fases del proceso político. En este apartado, el diálogo entre el esquema de Garretón y distintos enfoques propuestos por la academia local, se concentrará en especial en la dimensión política, recurriéndose a abordajes de la ciencia política (González) y de la historia política (Caetano y Rilla; Demasi y Rico).
8 Plasmadas en la aprobación de las llamadas Medidas Prontas de Seguridad, la aplicación del decreto, la militarización de obreros, la precarización de garantías individuales, la tipificación del “estado de guerra interna”.
9 En setiembre de 1971, bajo la administración de Pacheco, las FFAA fueron encomendadas a conducir la “lucha antisubversiva” contra el Movimiento de Liberación Nacional – Tupamaros (MLN-T), surgiendo así las llamadas “Fuerzas Conjuntas” (que incluía a militares y policías). En ese contexto, en diciembre de ese año, se creó la “Junta de Comandantes en Jefe” y el “Estado Mayor Conjunto” (ESMACO), responsable este último de coordinar las operaciones. Para 1972, las FFAA ya habían derrotado militarmente a la guerrilla del MLN-T.
10 En febrero de 1973, la designación del Gral. (r) Antonio Francese como Ministro de Defensa Nacional, por parte de Bordaberry, fue rechazada por el ejército en un acto de sublevación institucional. A diferencia de la Fuerza Aérea, que secundó al ejército, el Comandante en Jefe de la Armada, Juan Zorrilla intentó defender la Constitución y la institucionalidad democrática, pero una rebelión interna de varios oficiales derivó en su renuncia, y en el posterior acompañamiento de la Marina al levantamiento. Los militares insurrectos difundieron desde emisoras de radio y TV, una serie de comunicados, destacándose los N° 4 y 7, con propuestas de medidas que, lejos de suscitar el rechazo de los actores partidarios, llegaron a despertar la simpatía de sectores políticos y sociales de izquierda (con la salvedad de que éstos descartaban la incompatibilidad que los militares señalaban entre el marxismo-leninismo y los principios democráticos y republicanos) (Demasi, 2013,30).
11 Previo a pactar con los militares en la Base Aérea de Boiso Lanza, Bordaberry intentó defender su libertad de acción apelando al apoyo de la ciudadanía. Fuertemente desprestigiado ante la opinión pública, no obtuvo ningún éxito.
12 También fueron disueltas las Juntas Departamentales y reemplazadas por Juntas de Vecinos cuyos integrantes serían nombrados por el Poder Ejecutivo. Respecto a las Intendencias, la gran mayoría de los intendentes permanecieron en sus cargos.
13 El mismo día del golpe, la CNT convocó a una huelga general con ocupación de los lugares de trabajo. Apoyada por la FEUU, y acompañada por distintas manifestaciones populares, la huelga se levantó quince días después (11/6/1973), en medio de una gran represión estatal.
14 Con el arribo de Vegh al MEF, en un clima económico mundial sacudido por la llamada “Crisis del Petróleo, se impulsó la reorientación del denominado Plan Nacional de Desarrollo (PND), que había sido elaborado previo al coup, por la Oficina de Planeamiento y Presupuesto (1972), para el período 1973-1977, y aprobado por el Poder Ejecutivo (abril de 1973). Ya en dictadura, se habían tomado algunas importantes medidas en línea con el PND: ley de Promoción Industrial, la ley de Inversiones Extranjeras y el Plan Pesquero (marzo de 1974). Sin abandonar los principios generales del PND (liberalización, apertura, estrategia exportadora, política monetaria restrictiva, política salarial también restrictiva), desde el equipo económico se procedió a la aplicación de un “ajuste estratégico” (Yaffé, 2013, 125-126).
15 De un total de 172 uruguayos desaparecidos en el país o en la región, 145 casos se inscriben en el período 1975-1978. Asimismo, de las 116 personas asesinadas o fallecidas por responsabilidad del Estado durante toda la dictadura, 73 casos se produjeron entre 1974 (en la primera fase) y 1977 (Rico, 2009, 2013, 234).
16 En setiembre de 1976, el Congreso de Estados Unidos suspendió la asistencia militar a Uruguay, y hacia mayo de 1978, durante la administración del demócrata Jimmy Carter (1977-1981), la Asamblea General de la Organización de Estados Americanos (OEA), se pronunció muy críticamente respecto a la situación de los derechos humanos en Uruguay.
17 Ya en 1975 se había credo la Dirección Nacional de Relaciones Públicas (DINARP) como oficina encargada de la propaganda oficial y las campañas publicitarias. Ese mismo año, con motivo del 150 aniversario de la Declaratoria de la Independencia, se celebró, a través de actividades desarrolladas durante todo el año, el denominado “Año de la Orientalidad”.
18 La CONAPRO agrupó al PN, PC, FA y UC, a las organizaciones sociales y a las cámaras empresariales, y estuvo orientada a sentar bases de mínimo acuerdo sobre los principales problemas socio-políticos que aquejaban al Uruguay de la época. El espíritu de la iniciativa apuntaba a formular propuestas que pudieran ser implementadas por el gobierno democrático que asumiera en 1985, independientemente del partido político que triunfara en las elecciones.
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